Tengo miedo.
Tengo miedo pues soy ya muy mayor y sé, en mayor parte por el color de
mis fluidos corporales, que me queda poco tiempo de vida. Si pudieras verme
ahora mismo sabrías porque digo esto, postrado, casi invalido, solitario en la
oscuridad, he tenido una cantidad razonable de tiempo para pensar al respecto y
he llegado a la conclusión de que sin duda aquella cosa era totalmente
inhumana. Mi memoria es débil y, por tanto, su recuerdo es vago, pero si
tuviera que utilizar la ficción para describir a aquel monstruo sin duda diría
que es inenarrable, y su horror otro tanto.
Fui, durante toda mi vida, un experto neurólogo. Escogí aquella
especialidad obsesionado con poder volver a dotar de vida al cerebro, la
maquinaria madre del cuerpo humano, y durante mis largos cincuenta años al
servicio de la ciencia exploré con rigurosidad esta posibilidad experimentando
en animales pequeños, sin ningún resultado, a pesar de ello, jamás me rendí, ni
renegué de mi empresa pues aquella era la labor que me apasionaba.
Pues bien, cierto día, y de esto harán unos cinco años, vi volver a la
vida a una rata pequeña cosa que me exaltó de sobremanera pues la aplicación de
la misma droga en una rata del doble de tamaño no había mostrado resultado
alguno. Le serví velozmente comida y agua a la rata, pero esta se negaba a
comer y más bien se conformaba con arañar con fiereza las acristaladas paredes
de su jaula. Observé su comportamiento hasta su fallecimiento por inanición
(pero aquello no había sido culpa mía pues llegué a un extremo de preocupación
por mi experimento tal que comencé a administrarle la comida por vía
intravenosa, por lo que me sorprendió aún más su repentina muerte por este
motivo), y si bien noté un comportamiento ligeramente más agresivo, no había
ninguna otra anomalía ni excentricidad más allá del hecho de que se negará a
comer. Confirmé su muerte y documenté el hecho con exactitud clínica anotado
todos los por menores del caso. Con cuanto horror vi entonces, mientras
revisaba prontamente la información que había recopilado de aquel caso, a la
pequeña rata cuya muerte había confirmado, agitar la cabeza más para intentar
quitarse las cremas que había colocado en la parte superior de su cabeza, pues
estaba aún por practicarle la autopsia, qué para desperezarse, temblorosas sus
pequeñas patas sobre la charola que iba a utilizar para la operación. La rata
que había vivido tres vidas pudo por fin ponerse de pie y yo me estremecí del
horror y de la rabia pues no podía dejar escapar a aquel ser, pero tampoco
quería matarle. Tuve que hacer lo correcto por más que ello me pesara como
científico y le aticé con una tablilla de madera intentando evitar la cabeza y
otros órganos vitales para estudiar más tarde al animal, empresa en la que fallé
pues con mi primer desesperado golpe le molí la cabeza dejando toda su espesa
sangre embarrada en la improvisada mesa de operaciones que cierto día había
inventado.
Aquella
primera resucitación aupó mi espíritu de investigador instándome a experimentar
el efecto que esta poderosa droga poseía en seres humanos, sin embargo, cuando
conté mi experiencia y mostré el cadáver a mis superiores se negaron a darme
acceso a cadáveres humanos pues, decían, mi droga aún tenía que ser
diversamente probada antes de su experimentación en humanos, en cambio sí que
me concedieron acceso a partes humanas sueltas con la condición de que si
recogía alguna de ellas fuera únicamente para su estudio y análisis buscando
posibles implicaciones con la droga que había fabricado y nunca para
experimentación activa clandestina o en el laboratorio del hospital. Accedí a
aquellos términos no disgustado del todo por las limitaciones que se me habían
impuesto, pues ahora tenía libre acceso a tejido y musculo humano vivo y podía
estudiar las diferencias que las conexiones nerviosas entre estos y los de un
animal poseían.
Pensé que si podía analizar algún cuerpo humano cuyo sistema neurológico
no hubiese sido comprometido tras el fallecimiento y cuyos órganos vitales se
mantuviesen intactos podría resucitarlo. Y así fue efectivamente, analicé por
cuatro largos años partes humanas encontrando que la mayor dificultad era
encontrar un cerebro y sus conexiones que no se hubiesen visto comprometidos.
Y, durante esta época, no descuidé en absoluto mi investigación en animales
pequeños, siendo, lo más grande que en lo que se me permitía experimentar,
gatos callejeros o domésticos cuyo dueño aprobase su experimentación. Mi
experiencia en resucitar cuerpos fallecidos me mostró un dato reluciente: entre
más fresco estuviese el cuerpo, más seguramente resucitaría. Aquello era un
enorme impedimento para la experimentación de la droga que tantas veces ya,
había alterado, buscando alguna que no dependiera del tiempo que mediara entre
la muerte del experimento y la suministración de la droga, pues, encontrar un
cadáver cuyo consentimiento para la experimentación fuera firmado en un espacio
de tiempo inferior a los diez minutos era una labor imposible. Cambié tantas
veces mi droga y experimenté tantas resucitaciones que llegué a creer que había
desarrollado un compuesto que podía reactivar las células muertas del cerebro y
conceder una nueva vida a aquel al que se le suministrara mi poderosa y activa
medicina a pesar de no haber probado, jamás, su efecto en humanos.
Cierto día, mientras por la mañana, platicaba con el recepcionista
acerca de unas jeringas que deseaba adquirir, el ruido de las sirenas terminó
de despertarme del todo. Había ocurrido un accidente con un autobús lleno de
pasajeros, según nos informó el director del hospital y los heridos seguramente
serían repartidos entre nuestro hospital y el que había algunos kilómetros más
allá. Nos ordenó salvarles la vida a tantos como pudiéramos y nos deseó suerte.
Llegaron entonces las ambulancias y metieron a los heridos ordenadamente en
parejas a través de las puertas del hospital. Aquello ocurrió un día domingo y
muchos eran los médicos que se encontraban ausentes pues aquel era un día en el
que no había mucha afluencia por el hospital, de modo que la selectividad al
tratar a los heridos era muy importante. Cuando se lo mencioné al decano este
asintió y me mencionó que estaba tratando de localizar al resto de los médicos
que no habían ido a trabajar aquel día, pero que poco podía hacer pues, según
deducía, estarían ayudando en el otro hospital más cercano a la ciudad y, por
ende, con mayor afluencia de heridos.
No
dije nada pues fue entonces cuando me llamaron urgentemente a la cirugía de un
hombre que se había clavado un trozo de cristal en una de las piernas y, al
parecer, se estaba desangrando. Aquella no era la clase de cirugías que solía
practicar, empero, gracias a mi larga carrera en medicina conocía perfectamente
los procesos a seguir. Los familiares ya comenzaban a llegar y aquello era un
terrible caos de personas y, cuando llegué a la entrada de la sala de
operaciones en la que estaba el hombre al que debía practicarle la cirugía
urgentemente fui recibido por la intensa suplica de una mujer que venía
acompañada de dos pequeños niños. La mujer suplicaba que le salvara la vida a
su esposo, que salvara la vida del padre de sus hijos, que hiciera lo que fuera
necesario.
Que
hiciera lo que fuera necesario.
Aquella parte de la súplica no dejó de repetirse en mi mente y más aún,
cuando entré y vi en la pantalla de lecturas que el hombre había fallecido.
―Hora de la muerte―pedí.
―Las nueve horas con cuarenta y siete minutos.
Comprobé mi reloj. Nueve cuarenta y nueve. El hombre llevaba muerto solo
un par de minutos, probablemente falleció mientras me llamaban por megafonía.
No
dije nada, ni miré a la enfermera. Me acerqué a él y simulé quitarle las
intravenosas y, mientras tanto, sacaba de uno de los bolsillos de mi bata una
jeringuilla cuyo violáceo contenido tantas veces había yo suministrado. No me
detuve a contemplar detenidamente las implicaciones que aquella acción podía
tener para mi carrera y se la suministré, perforando con el afilado extremo de
la jeringa su aún cálida carne, directamente a la sangre cercana al corazón.
Nada ocurrió durante algún tiempo en el que no dejé de temblar. Una idea,
brillantemente estúpida se me ocurrió entonces. Atraje hacia mí, empujándolo
con el pie, el mueble de los resucitadores y, sin que nada pudiera detenerme le
aticé el corazón con descargas eléctricas para que este bombeara la sustancia
por todo el torrente sanguíneo.
El
corazón que se detuvo esa vez no fue el del hombre fallecido, sino el mío y el
de la enfermera cuando vimos al muerto erguirse sobre la espalda y emitir un
cavernoso chillido de agonía. El poco tiempo que había mediado entre la
suministración de la sustancia y el fallecimiento del hombre al parecer había
sido suficiente para afectar su raciocinio pues corría enloquecido por toda la
habitación rasguñando su piel para calmar la comezón de su alma.
Que
horripilante fue entonces cuando atravesó la puerta su mujer seguida por sus
dos pequeños hijos y el hombre se lanzó sobre su cuello, derribándola…
Un
disparo resonó en aquella fría mañana. Un guardia de seguridad lo había
asesinado frente a sus hijos, pero no pudo salvar a la mujer pues esta estaba
con el rojo, sangrante, cuello…
Perdónenme, no puedo continuar con esto…
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