Sentí la mirada de su ojo, su único ojo,
lasciva, ansiosa, penetrante, clavada en mi espalda. La sensación solo podía
asemejarse con tener el cañón de una pistola cargada en la sien.
No
me volví, ni sonreí. Aquello no era bueno, no podía ser bueno.
El
ser ciclópeo cambio entonces de postura con un sonoro gorgoteo de la piel y
pude apreciar con innecesaria exactitud las venas azuladas que circundaban su
ojo ahí donde el aparato cónico que crecía en su cabeza ―o en lo que sospecho
que era su cabeza― y que sobresalía de él como una antena terminaba. Dientes
enormes y filosos crecían en el centro del triángulo rectángulo que describía
el cuerpo de aquel ser conformado por alguna especie de baba verde viscosa, y
un par de manazas terminadas en pinzas sobresalían de los costados de su
cuerpo, alargándose y contrayéndose según la dirección del viento. Un par de
piernas, más similares a ramas de árboles ancladas al asfalto que a piernas mismas,
caían desde solo unos centímetros más debajo de donde comenzaban las manazas.
El ser, líquido, viscoso, ¿bituminoso?, expedía un hedor que era inconfundible;
era el desagradable olor de la gasolina combinado con el del humo, aquel era el
olor de la muerte segura.
Sin
embargo, no fue hasta que le tuve casi enfrente, mi cuerpo enteramente
petrificado por el horror y la repulsión, que pude ver debajo del líquido
viscoso y vi una especie de piel calcinada. Negra como el carbón. Negra como la
noche.
El
ser extendió una de sus manazas y casi pude sentir el tacto repulsivo de la
gelatina de su piel sobre mi mejilla cuando la parte dura de la tenaza me
acarició bajo el pómulo de mi lado izquierdo. Con presteza hui, en cuanto sentí
el frio en mi mejilla y en cuanto olí por primera vez su aliento podrido y
contaminado, en dirección a la tienda de autoservicio, resbalando, durante el
trayecto, debido al viscoso rastro que el ser había dejado tras de sí y entre
ahí rompiendo los cristales con mi cuerpo y la fuerza de un salto desesperado
en dirección al interior. Me arrastré por el suelo, más nadando que reptando
por él y me oculté detrás del mostrador esperando que aquel ser de pesadilla
abandonara su empresa de perseguirme para darme fin. Agazapado, solo en la
oscuridad, vi mi vida pasar delante de mí, y me repugné a mí mismo, criminal,
fugitivo, dotador de…, y entonces un ojo ciclópeo y enrojecido apareció frente
a mí como caído desde el techo y es que efectivamente, así era, el ser, ahora
libre de formas geométricas y complicadas líneas inexplicables, colgaba del
techo gelatinoso. Una gota del líquido que recubría su carne me cayó entonces
en la comisura de la boca, y yo pude sentir mi piel calcinándose y casi pude
verla ennegreciéndose bajo el caliente beso de aquella repugnante sustancia. Y
sentí, aunque limpie con suma prolijidad la zona, un sabor espeso en la boca,
como si aquella sustancia hubiera logrado acoplarse a mi mejilla
introduciéndose por los poros de la piel y hubiera llegado hasta mi lengua.
Entonces hui, loco, despavorido, sin raciocinio por la puerta de la tienda de
autoservicio gritando desaforadamente cosas sin sentido y escuché, a mi
espalda, al ser cayendo del techo pesadamente con el ruido de un barril de agua
al estrellarse contra el mostrador. Un chillido, aquello era una agonía
auditiva, apareció entonces tras de mí, más como un súbito, furtivo fantasma,
que como una aparición lenta y gradual. El ser se retorcía en suelo pues, al
parecer, su carne negra se había estrellado contra el suelo y aquello le había
resultado doloroso.
Yo
sabía, aunque no quería hacerlo ―aquella era mi mejor creación― lo que tenía
que hacer, pues fue, exactamente por esa razón, que escogí aquel lugar para
invocarlo, por si la situación se torcía y el ser lograba escapar de su prisión
subacuática.
Ahora sabía lo que tenía que hacer, así que detuve mí carrera no
convertida aún en persecución pues el ser no estaba aún en pie y me paré en el
centro y comencé a patear en una y otra dirección expandiendo su líquido, los
barriles llenos con gasolina que yo había dispuesto con antelación en aquel
lugar, ignorando, ya no me afectaban, después de lo que había visto nada me
afectaba, los cadáveres de los empleados de la tienda que el ser, en su huida,
había dejado como prueba de su existencia física, e ignorando mis perneras
súbitamente húmedas con la gasolina; no me importaba perderlas si con ello
conseguía deshacerme de aquel ser. Amenacé, entonces, al ser que acercaba a
retumbos desde la tienda de autoservicio cuyo sótano había sido el lugar de
invocación de aquel ser primigenio, extendiendo la mano en la que llevaba el
encendedor. Su rostro no mostraba duda, no
era humano, sin embargo, pude leer la vacilación cuando detuvo sus pasos
repentinamente cesando los retumbos de mis oídos, que yo hasta entonces creía,
eran los latidos de mi corazón. El ser comenzó entonces a emitir guturales con
alguna especie de aparato fonético que se retorcía caprichosamente bajo el
líquido viscoso, visible sobre la piel negra, que supongo, esperaba que
comprendiera. No comprendí entonces, y, aún ahora, no quiero comprender que fue
lo que aquel ser intentó decirme, sin embargo, el recuerdo de aquel día de
pesadilla aún me acosa y aún, cuando cierro los ojos y me quedo dormido puedo escuchar
claramente la horrida letanía que emergía de su aparato fonético, la
transcribiré, si es que sirve de algo, lo mejor que pueda pues, ni siquiera
escuchándome imitarlo, te harías una idea de cómo sonaba aquel ruido cavernoso:
«Za GuaMthi tise HsiRlá»
O
eso es lo mejor que puedo intentar transcribirlo a pesar de haberlo escuchado
ya, miles de veces en mis pesadillas una y otra vez como un bucle infinito. Si
te soy sincero no quiero conocer su significado pues temo el mismo. Temo y
temeré hasta que no sepa que a aquella criatura que invoqué en un laboratorio
improvisado está muerta, porque, aunque la vi quemarse y arder cuando me
esforzaba por comprender aquella extraña conjunción lingüística, y el
encendedor resbaló de mi torpe mano, la vi también, huir deslizándose por los
huecos de una coladera sucia y oscura, llevándose consigo los cadáveres de los
empleados que había asesinado.
Nunca se encontraron los cuerpos de los empleados muertos y la policía
catalogó aquel suceso como un accidente pues el incendio que yo había comenzado
devoró el edificio e hizo explotar los abastecedores de combustible, ocultando,
con pulcritud milimétrica, hasta el último rastro de mi crimen.
Cierto día, y de esto no hace tanto tiempo, me paseaba yo, cojeando con
mi bastón pues el incendio me había dejado malheridas las piernas y desde
entonces me veía en la necesidad de utilizar bastón, por el parque, cuando un
sonido y un terrible y pestilente hedor llamaron mi atención. El hedor era el
mismo que había detectado yo con anterioridad salir expelido de la criatura, y
el sonido…, el sonido aún me llena con horror, y, no me avergüenzo de decirlo,
aun tiemblo al escucharlo en mi mente algún tiempo después de ello. Como sea,
fue cuando miré abajo y vi que estaba parado junto a una coladera que di un
respingo pues escuché, no por primera vez, el gutural sonido que salía de las
cloacas con la certeza esta vez, de saber que quería decirme aquel ser:
«La
muerte se acerca», decía el ser con su cavernosa voz y su peculiar
fonética.
«La
muerte se acerca», repitió, y luego se desvaneció en las sombras.