martes, 23 de febrero de 2016

Próximo a la muerte

Se inclinó sobre él para cerciorarse de que seguía vivo. De momento respiraba y, a pesar de su natural fragilidad no parecía que fuera a faltarle el aire en mucho tiempo, resistiría, quizá, una semana más, pero estaba próximo a la muerte sin duda. Aquello la llenó con esperanza, llevaba esperando la muerte de su padre por alrededor de veinte años, una semana no era nada, aunque sin duda esperaba que el viejo no pasara de aquella noche.
    –Hija mía–murmuró el anciano manchando con su saliva carmesí por las medicinas la larga barba que le crecía bajo el mentón.
    –Dígame, padre–contestó ella me deseando que fuera sangre lo que teñía su barba.
    –Deseo dormir–puedes administrarme un tranquilizante.
    No era pregunta, era una orden.
    –Ahora mismo.
    Se preguntó qué pasaría si le administraba una dosis letal, ya era hora de que durmiera para siempre.
    –Apresúrate–apremió el anciano.
    Tras preparar la intravenosa, demorándose todo lo posible pues tenía la esperanza de que quizá el viejo se muriera antes de que pudiera administrarle el somnífero, se la aplicó levantándole la manga de lana que cubría sus brazos. Se quedó ahí mirándole sin decir nada hasta que se durmió. Podría asesinarlo ahora mismo si lo deseaba, pero no, el anciano se lo había montado bien, tenía que morir naturalmente, de modo que protegerlo de intentos de asesinato era la mayor prioridad de ella y de sus hermanos.
    Sus hermanos...
    Sus hermanos no recibirían un centavo, estaba segura de ello como de que ella recibiría toda la herencia. Llevaba desde que nació ganando el favor de su padre con un trato lisonjero y adulaciones, además había sido ella quién le había calentado la cama todas las noches desde que murió su madre cuando la virilidad de su padre aún no era cuestionable. El anciano tenía que dejarle todo a ella o lo sacaría de su tumba y lo obligaría a lamerle las botas.
    Un estentóreo ronquido la sacó de sus cavilaciones.
    «Eso es anciano, pensó ella, ronca, a lo mejor te ahogas»
    No lo pensaba enserio, pero cuando su padre comenzó a convulsionar de tos ahogándose con su propia saliva lo consideró mejor. Primero pensó en ayudarlo, pero, tras reclinarse sobre su espalda para ayudarlo a sentarse lo reconsideró y se dio cuenta que esa era una oportunidad invaluable, así que se limitó a mirarlo retorcerse en el lecho en donde su padre tantas veces la había poseído, una sonrisa le iluminaba el rostro y quizá eso fue lo ultimo que vio su padre antes de perecer, pues, antes de que le abandonaran las fuerzas y el aliento exclamó un gemido ahogado.
    Relajó la sonrisa temiendo que alguien fuera llamado por el escándalo, se reclinó sobre su padre y fingió llanto. Cuando entraron su hermana y su hermano dos minutos más tarde la encontraron así, reclinada sobre el pecho del viejo llorando con ligeros sollozos.


    El albacea leyó exactamente lo que a ella le sugería la intuición. El albacea volvió a leer ante los apremios del hermano que decía no haber escuchado bien.
    –Dejo todas mis pertenencias–leyó el albacea–a nombre de mi hija Gertrudis–tras limpiarse el sudor con la mano ante las miradas incrédulas del de los dos hermanos de la única beneficiaría del testamento, dijo–Eso es todo lo que dice el testamento.
    –Pero eso no es posible–dijo el hermano de Gertrudis.
    –Por supuesto que lo es–corrigió la hermana–¿y tú ya lo sabías no es así?–dijo dirigiéndose a Gertrudis.
    Una sonrisa apareció en los labios de esta que no pudo contenerse más y estalló en carcajadas. Su hermano se levantó con intención de hacerla callar, pero, antes siquiera de que tuviera tiempo de acercarse, desenfundó un arma limpiamente.
    –Si te acercas un paso más, disparo. No bromeo–y efectivamente, en su mirada se podía leer claramente que no bromeaba.
    El hermano, rojo de ira, murmuró una maldición mientras volvía a sentarse en su silla.
    –Tienen veinticuatro horas para desalojar mi propiedad–continuó.
 Los dos exclamaron y abrieron la boca para renegar, pero ninguno se atrevió a decir nada con el cañón de la pistola apuntándolos.
 –Dieciocho-corrigió.
 –Maldita seas–murmuró su hermano y, sin poder contenerse más se arrojó sobre ella para desarmarla. Un disparó resonó entonces y el albacea que hasta entonces se había mantenido en religioso silencio gritó por todo lo alto mientras el cuerpo del hermano se desplomaba en el suelo.
  –¡Gertrudis!–exclamó su hermana–¿qué has hecho?
 Un nuevo disparo y un nuevo grito del albacea resonaron en la estancia. La hermana también estaba muerta, había sido un disparo en la cabeza, justo como el anterior.
 –No es nada personal, pero no puede haber testigos–le dijo Gertrudis al albacea apuntándole con el arma.

 –Por favor, no, haré lo que sea...–Pero había sido en vano. Gertrudis ya lo había silenciado con dos disparos al abdomen.

martes, 16 de febrero de 2016

Jardín pequeño

El cielo ya estaba poblado de estrellas cuando despertó.
    El ruido que lo había despertado volvió a repetirse entonces, pero más cercano a él; aquel era, inconfundiblemente, el crujido de las hojas secas al ceder bajo los pasos de alguien. Los pasos parecían alejarse y acercarse al mismo tiempo, como si algo se ocultara entre las altas hierbas y le rodeara evitando cuidadosamente introducirse en el claro en el que se hallaba. La única luz que había en aquel bosque era la de la luna y, más concretamente, la poca luz que se colaba espectralmente entre las hojas de los enormes centinelas de troncos vetustos y ramas podridas, de modo que Albert poco podía ver como no fuera el claro en el que había despertado y uno que había algunos metros más allá.
    El claro en el que Albert se encontraba era un espacio bastante reducido, podría, incluso, pasar por claustrofóbico, sin embargo, el que había unos metros más allá era un claro de enorme diámetro. La luz ahí parecía resplandecer iluminando el crecido pasto de una forma fantasmagórica, ininterrumpida en aquel espacio libre de alguna otra vegetación.
    Albert contempló a su alrededor y después, tras incorporarse sobre los codos, miró al cielo perlado de estrellas; debía ser ya muy tarde, tenía que encontrar la salida cuanto antes, aquel jardín secreto no era seguro por la noche. Durante el día era un paraíso, pero, por la noche, extraños seres aparecían de ningún sitio y acababan con todo aquello que se moviera en el jardín, o eso era lo que había escuchado, nunca había estado hasta tan tarde en el bosque, empero, esta ocasión se había quedado dormido recargado contra el tronco de un anciano árbol, sintiendo el calor de los rayos del sol acariciando su piel entre las hojas… luego un ruido lo despertó; el ruido se repitió por tercera vez y esta vez tuvo la certeza de que lo que se escondiera entre las sombras de los arboles estaba detrás de él, observándole con cuidado para saber si podía oponer resistencia o era una presa fácil de cazar. Albert se volvió velozmente a la oscuridad y pudo distinguir a una sombra arrastrándose de forma veloz de una rama a otra, intercalando su sujeción a la rama de una mano a otra, pero no pudo distinguir por completo su figura, a pesar de ello le parecía que lo que estaba saltando las ramas de los arboles con la ligereza de un gato, debía, por lo menos, pesar lo que un oso pues podía escuchar como las ramas se quebraban entre sus gruesos dedos. Algo era seguro: aquella cosa no era normal, y él estaba solo con ella, nadie, en función de sus cinco sentidos se atrevería a entrar en aquel lugar a aquella hora de la noche. Estaba solo y lo estaría hasta la mañana siguiente cuando encontraran su cadáver…
    Un nuevo ruido detrás de él lo hizo girar la cabeza provocándole un repentino sobresalto que lo hizo caer de espaldas al claro que antes había visualizado a la lejanía. El enorme monstruo salía de entre los arbustos y los crecidos pastos que circundaban como un cinturón el claro del bosque, del jardín secreto. El pavor le embargó cuando vio el filo de los dientes del animal y cuando sintió como el monstruo se precipitaba sobre él para devorarlo, era, por su constitución corporal, similar a un enorme gorila, y, por la forma en que se alargaba su dentado hocico, a un lobo, además, sus extremidades eran como las de un gorila, dotadas de pulgares. La excéntrica criatura se mantenía de pie sobre sus dos patas traseras dotándole de una forma ligeramente más inteligente, y, ahora que el enorme monstruo se precipitaba sobre él podía ver su enorme barriga blanca…
    Un enorme tentáculo recubierto de una sustancia bituminosa apareció del bosque y arrastró consigo al enorme gorila-lobo, dejando tras de sí, un rastro de espesa sangre. Un aullido se elevó en la noche, pero terminó por perderse entre los ruidos de los demás animales que salían huyendo despavoridos de sus guaridas. Un nuevo tentáculo apareció en el claro del bosque seguido de otro, reptaban, como ciegos, buscando una presa. Albert huyó en dirección contraria, pero, conforme lo hacía, se acorralaba entre la oscuridad del bosque y el enorme tentáculo que le perseguía sintiendo, de algún modo, su presencia. No le quedo, por tanto, más remedio que internarse en la zona oscura del bosque, en aquel paramo que parecía desierto y maldito. Primero caminó tranquilamente por aquel prado rodeado de árboles, sin embargo, le parecía sentir a alguien con los ojos clavados en su espalda y le parecía escuchar algo que se movía entre las hojas de los árboles, aquello lo llenó con repentino pánico que lo obligó a salir corriendo, corría en dirección al claro que había visto algunos metros más allá, el claro que ahora se aproximaba a él velozmente ¿o era él que se aproximaba al claro? Albert tenía la sensación de que las cosas a su alrededor no se alteraban, sino que el claro se movía hacía él, aquello tenía poca importancia, y dejo de tenerla totalmente cuando algo lo hizo resbalarse y caer, caer por una reclinada pendiente cuyo fondo era una especie de fosa de piso enlodado y paredes corroídas por el agua que goteaba de ellas. Albert se estrelló contra el agua estancada en el fondo en la caída y se salpicó la ropa con el lodo del fondo de aquella extraña cueva, extrañamente dimensionada. La cueva estaba casi totalmente a oscuras y lo hubiera estado por completo si no hubiese existido el hueco por el que él había caído, algo atrajo su atención: la luz había desaparecido durante unos segundos y, cuando levantó la vista vio al tentáculo que le perseguía pasar de largo sobre el agujero de la cueva, a juzgar por el aspecto de la misma, el único.
    Albert creyó que estaría a salvo ahí así que decidió quedarse en el fondo de la cueva, sumido en la profunda oscuridad, vigilando con tesón la entrada de la cueva hasta que comenzó a sentirse aletargado abandonada la adrenalina y se quedó dormido.

    Una luz que atravesaba sus parpados lo despertó y, cuando abrió los ojos miró, primero, a la pendiente que hacía de entrada en aquella extraña cueva, y comprobó, por la irradiante luz del sol, que ya era de día. Se puso de pie, se desperezó y comenzó a escalar la empinada pendiente para salir, agarrándose a los hierbajos que crecían aquí y allá, sosteniéndolos entre las manos para evitar caerse.
    Cuando por fin estuvo afuera identificó rápidamente la salida con un solo vistazo y se dirigió en esa dirección vadeando los enormes árboles en el camino. Con una mano en la cerca que dividía la finca y el jardín se volvió una última vez y vio las largas zonas verdes y la enorme zona de mar que se extendía a la lejanía entes de salir por la puerta del jardín secreto.

    Sí, el jardín pequeño de la casa.

martes, 9 de febrero de 2016

La raza inmortal

En tanto salí al exterior una nube me nubló la vista, pero no era niebla como tal; era, más bien, alguna especie de gas pestilente. Su densidad era muy elevada y yo apenas podía ver más allá de mis ojos, de hecho, cuando bajé la vista, noté como la visión de la parte baja de mi cuerpo se difuminaba en la niebla, y, en el punto más alejado del mismo, era, de hecho, totalmente invisible. Quizá eso es una buena guía para que el lector imagine como de densa era la nube de gas.
    Un movimiento por el rabillo del ojo llamó mi atención entonces, y, como si supiera que era aquella sombra que dificultosamente alcanzaba a distinguir, hui en dirección opuesta. El pánico que me embargaba era casi tan denso como la neblina que tenía ante mis ojos, pero, tras correr en dirección opuesta por cerca de tres minutos me relajé un poco. En este punto la niebla no era menos densa y aquí tampoco podía ver nada, pero presentí que había dejado atrás lo que me perseguía. Poco entendía yo entonces del sitio en el que me encontraba, de hecho, era como si no me importase en absoluto pues continuaba trotando en la niebla, sin importarme, tampoco, el destino al que me dirigiera.
     Como ya he dicho antes, la niebla era extremadamente espesa y yo no lograba divisar absolutamente nada ni a un lado ni a otro, siendo, del mismo modo, incapaz de ver el suelo que pisaba. Tropecé por ello y caí rodando por una pendiente hasta un charco de agua. El agua no olía mejor de lo que lo hacía la nube de gas, así que pataleé cubriéndome la nariz hasta que estuve en tierra seca, unos centímetros más allá. Algo que se arrastraba llamó mi atención; era una especie de babosa gigante que se deslizaba sobre la superficie del charco de agua dotada de un par de antenas en la parte delantera de su cuerpo terminadas en curiosos ojos de un extraño amarillo, similar por su color, al oro. La criatura poseía dos patas traseras, pero, por su constitución física, parecía incapaz de ponerse de pie. Hui, pues, confieso, me asusté de aquel gigantesco bicho cuando dirigió sus antenas hacia mí y me miró con sus ambarinos ojos. Ahora estaba hambriento, sucio, mojado y con frío pues, me parece, era de noche. Digo que me parece porque bien podría haber sido la niebla ocultando la visión del sonriente sol.
    Caminé, creo, por espacio de diez minutos, hasta que me cansé y terminé por sentarme en el suelo; una roca se me clavó en la espalda baja y, cuando la analicé poniéndomela frente a los ojos noté su color rojizo y extrañamente antiguo. Había más rocas a mi alrededor, pero me parecía innecesario analizarlas todas. Salvo por la extraña criatura que había visto con anterioridad, aquel paraje estaba desierto. Arrojé la roca sintiéndome muy miserable y solitario en aquel lugar y me sorprendí cuando escuché a la roca rebotar en alguna superficie de elevada, pues aquello era una planicie casi perfecta, solo interrumpida aquí y allá por ligeras depresiones de terreno o por pequeñas elevaciones no superiores a un codo de altura. Cuando me acerqué a ella me di cuenta de que era muy superior a un codo de altura; aquello era casi una montaña. Identifiqué rápidamente el lugar donde había caído la roca que había arrojado pues estaba frente a mí. Había golpeado contra uno de los muros de la cueva que se extendía frente a mí, con sus abiertas y putrefactas fauces.
    No teniendo ninguna otra alternativa me interné en la cueva manteniéndome pegado a la pared para no terminar extraviándome y así fue hasta que llegué a una parte en que la cueva se ampliaba y se separaban sus muros entre sí. Tanta fue la separación gradual de los mismos que terminé por perder de vista el otro muro de la cueva, el que corriera paralelo a la pared de la que me sostenía, de modo que ahora solo me tenía a mí mismo y a la pared que sostenía con mis dos manos. Me detuve, entonces, durante un momento para pensar: afuera no conseguiría alimento y necesitaba con urgencia agua que fuera potable. Mi única opción era adentrarme a la cueva y correr el riesgo de perderme en ella. Parecía un mal plan, pero por lo menos era un plan. Así hice, por tanto; me adentré a la cueva, cuidando, sobre todo, de no separarme del muro del que me sostenía. Caminé, si mi sentido del tiempo no me falla, por cerca de cuatro horas. En aquel momento ya creía que nada había en la cueva y que había cometido el peor error de mi vida, y entonces vi, a través de la espesa niebla, una luz en el fondo que llamó mi atención por el peculiar tono amoratado que irradiaba más que emitía, sin embargo, acercarme a ella significaba separarme de la pared junto a la que había recorrido todo aquel trayecto. Tras meditarlo y llegar a lo conclusión de que lo más lógico sería acercarme, me separé de la pared para internarme a través de la niebla hasta el lugar de donde provenía la luz, pero, apenas había avanzado unos metros cuando noté como la niebla comenzaba a difuminarse y a ralear aquí y allá. Cuanta emoción sentí cuando pude por fin mirar a mi alrededor, aquella luz parecía cortar en seco la espesa nube; el fétido olor también había desaparecido y había sido remplazado por uno mucho más agradable. El olor que ahora percibía no era del todo natural, sin embargo, era mil veces mejor que el olor que provenía, no había duda, de la niebla. Era el olor del Jazmín, que perfumaba el aire dándole un color agradable. Mi vista también agradecía la ausencia de la niebla pues, libre de su grasiento tono amarillento podía ver con claridad que la luz que anteriormente había identificado como morada, era, en realidad, azul y esta provenía de una estructura con forma de capsula espacial posada sobre cuatro patas metálicas. Nunca en mi vida había visto una cosa similar.
    ―Alto ahí―me interrumpió una voz y yo casi grité de la emoción; estaba a salvo en casa―¡Dios mío!―exclamó―¿Vienes de la niebla?
    No respondí, me limité a asentir agitando mi cabeza.
    ―Ayuda―gritó―tenemos un superviviente.
    Dos guardias más salieron y me cargaron para llevarme dentro del complejo.
    ―¿Cómo llegaste a la niebla?―me preguntó uno de los guardias de aquel artefacto cuando estuvimos tras las puertas de la ciudadela.
    ―Quería saber qué había más allá, quería saber qué nos están ocultando, ¿Qué es esa nube que esta ahí fuera y por qué vivimos en cuevas?
    Ninguno respondió. Bajé mi vista y me encontré con mis manos.
    ―¿Cuál es nuestra historia?―interrogué levantando mis manos mutadas al tiempo que me sentaba sobre mi grasienta figura.
    ―Somos… somos humanos. Los que quedaron―respondió uno por fin.
    ―Durante mi expedición vi dos criaturas, ¿qué eran esas cosas?
    Intercambiaron una mirada entre ellos y se mantuvieron así un momento dudando sobre si responder mi interrogante.
    ―Son los que murieron. Los que mutaron con la niebla.
    Respondió aquel lejano ocho de febrero de 2236, y aun me parece escuchar su voz.
    Los que quedaron.
    Los que murieron.

    Los que mutaron…

martes, 2 de febrero de 2016

Cuadrúpeda sombra inhumana

Marge me mencionó por la mañana lo de la espalda de la niña.
    ―¿Qué es?―interrogué yo.
    ―Míralo tú mismo―dijo ella sosteniéndole levantada la camisa a la niña.
    La cara de mi esposa estaba llena de asombro y tenía una expresión afligida. Cuando miré hacia abajo, hacia la espalda de nuestra pequeña de cinco años, supe por qué. En el centro de su espalda tenía un par de orificios, con la separación de colmillos.
    ―¿Cómo te hiciste esto cariño?―pregunté a la niña.
    La niña se encogió de hombros y negó con la cabeza, más bien confundida que como ocultando algo, estaba sentada sobre el reposabrazos más preocupada por los dibujos animados de la televisión que por lo que pudiera tener en la espalda. Volví la vista hacia Marge y la interrogué con la mirada.
    ―No lo sé. No quería decírtelo, pero ya van cinco veces que veo aparecer esas cosas.
    ―¿Cinco? ¿Y dónde están las demás?
    ―Esa es la cuestión. Esas cosas desparecen por la noche justo cuando estoy a punto de bañarla para meterla en la cama. Llegué a creer que eso desaparece por el agua así que la bañé dos veces ayer por la tarde enjuagando con fuerza su espalda. Sin embargo, no desparecieron, esas cosas solo desaparecen por la noche y vuelven a aparecer por la mañana.
    ―¿Probaste a llevarla con el pediatra? Quizá…
    ―Lo intenté, pero el medico parecía incapaz de verlas, como si no existieran. Me recomendó descansar más y que no preocupara en exceso por la niña, que ella estaba bien. Más bien me pregunto si le daba de comer adecuadamente, que la niña estaba muy pálida. Le contesté que por supuesto, así que me recetó un suplemento alimenticio. Pero la verdad es que la niña no quiere comer últimamente, únicamente come el suplemento alimenticio que la obligo a tomar.
    No dije nada, en cambio, miré a mi hija, tan pequeña, tan hermosa, me hubiese gustado quedarme así toda la vida. Extendí una de mis manos para acariciarle los rizos de su cabello, la niña se volvió un segundo y me sonrió, aquella sonrisa, es precisamente aquella la que más me tortura. La sonrisa que recuerdo todos los días antes de acostarme, y la misma por la que me prometo sobrevivir. Aquella sonrisa, radiante…
    Levante la vista y le pregunte, estúpidamente, bromeando, a mi esposa. Nunca le hagas bromas a una mujer asustada:
    ―¿Y si la mordió un vampiro?
    Mi esposa retrocedió por un momento contemplando la idea, luego negó con la cabeza sin entender mi broma, súbitamente enfadada conmigo.
    ―Bueno, podría ser, si el vampiro que la mordió tuviera la boca del tamaño de tu antebrazo ¿Quieres tomártelo enserio por favor?
    ―Me lo estoy tomando enserio. Mira, para que no te preocupes voy a dormir con ella esta noche.
    La expresión se le iluminó y una sonrisa le apareció en el rostro.
    ―Y si de verdad es un vampiro, ¿qué vas a hacer?
    Me sorprendí de que me siguiera la broma y luego me reí junto con ella que se reía de mi expresión de asombro.
    Aquella fue mi mañana del veinte de enero de dos mil dieciséis, y la recuerdo como la última en la que sonreí de mi vida.

    Por la tarde de ese mismo día nos encontrábamos los tres sentados en la mesa cenando cuando la niña se puso repentinamente de pie y nos pidió permiso para salir a jugar al jardín.
    ―Cuándo termines tu cena―contestó Marge.
    ―Pero no tengo hambre―espetó la niña, y efectivamente así era, el plato todavía estaba casi lleno. Marge me dirigió una mirada a mí y yo me encogí de hombros.
    ―Está bien, sal a jugar―concedió mi esposa.
    ―Sííííí, gracias mamá―dijo la niña mientras le plantaba un beso en la mejilla.
    Se disponía a salir cuando tercié:
    ―Espera―cuando llegó hasta mí le levanté la camisa y noté que efectivamente los dos orificios habían desaparecido, intercambié una mirada sobre la mesa con Marge. La niña echo a correr en cuando le solté la camisa, pero la interrumpí antes de llegar a la puerta―¿Y para mí qué? ¿No hay beso para papá?
    La niña regresó con gesto de quien olvida algo importante y me plantó un beso en la mejilla.
    ―Gracias papá―me dijo, luego salió corriendo.
    Nos quedamos viéndola a través de la ventana de la cocina hasta que estuvo en el jardín trasero de la casa y se hubo sentado en el viejo columpio. Yo giré la cabeza hacia Marge que contemplaba su reloj de mano con aspecto clínico y que me espetó:
    ―No, no, mírala a ella.
    La niña seguía sentada en el columpio meciéndose y no noté nada raro en ello.
    ―¿Qué? ¿Qué hay de malo?―interrogué volviendo la cabeza una vez más. Marge me mando mirar de nuevo a la niña y así hice, mientras tanto ella mantenía la vista clavada en el reloj.
    ―Ya. Mira los setos a su alrededor.
    Me sorprendí, no por primera ni por última vez aquel día, cuando miré en la dirección que ella me señalaba y vi una sombra que se movía con gesto hábil entre las hojas. Tenía que ser un gato, pues solo eso explicaría aquella agilidad.
     ―¿Pero qué…?―exclamé cuando vi una sombra de un tamaño colosal caer desde las ramas altas del árbol que estaba justo encima del columpio hasta el seto que circundaba este mismo. Del susto me puse en pie al igual que mi esposa pues parecía ser esa la primera vez que veía aquella sombra inhumana. Me disponía a salir cuando mi esposa me detuvo y me dijo:
    ―Mira a la niña.
    La niña tenía la mirada fija en la tierra y parecía estar hablando consigo misma, aunque, tras ver el movimiento de los setos, uno diría que estaba hablando con la sombra. Me detuve a mirarla, pero solo hasta que vi el hilillo de baba que escapaba por la comisura de su boca, y la expresión muerta de su rostro.
    Cuando salí fui directamente a los setos y metí las manos en su espeso follaje sin importarme con lo que pudiera encontrarme. Nada había ahí sin embargo. Me volví hacia mi esposa que despertaba a la niña de su estado de enajenación y le dije:
    ―Aquí no hay nada.
    ―Llevo algún viendo aquella sombra en los arbustos, siempre a la misma hora. Pero creí que no era nada. Luego, un día, se le unió la niña y la vi hablar sola, cuando salí y busqué entre los arbustos tampoco había nada. Pero jamás había visto a la niña en este estado…
    ―¿Y por qué no me lo contaste?
    ―Creí que no era nada importante. Además, sí te lo dije, pero no insistí pues no le di importancia.
    ―¿Estás bien?―le pregunté a la niña que ya volvía en sí y que parecía ahora más confundida que nunca.
    ―¿Papá? ¿Mamá? ¿Qué pasa? Yo… Creo que no me siento muy bien.
    ―Tranquila cariño ya estoy aquí―le dijo Marge mientras la cargaba en su hombro con su espalda hacia mí. Le levanté la camiseta y vi los dos profundo agujeros que habían desaparecido antes mucho más profundos. Ahogué un grito con la palma de mi mano, y Margaret comprendió porque en cuanto estiró su cuello para poder ver su espalda: los dos agujeros sangraban, sangraban un líquido negro tan parecido por su nivel de viscosidad a baba…

    Aquel episodio quedó olvidado hasta la hora de irse a dormir cuando Marge me recordó mi promesa de dormir con la niña, así hice por supuesto, haciéndome un hueco en el sofá que estaba justo frente a la cama de la niña y en el que esta siempre arrojaba su ropa. No quería dormir aquella noche y lo único que podía hacer para entretenerme era pensar, así hice, pensé. Pensé en todo lo que había ocurrido aquel día y le di vueltas una y otra vez en mi cabeza a aquella sombra que había visto intentando encontrarle un sentido lógico, cosa que no ocurrió. Lo cierto es que me dormí cuando estaba pensando en ello. Recuerdo, y esto podría ser solo una fantasía nocturna mía, una figura enorme, peluda que caminaba a cuatro patas y por cuya boca asomaban una serie de colmillos asimétricos y en extremo filosos, saliendo del armario que estaba junto a mí, aquel ser era parecido a un perro solo que, con el tamaño de un búfalo, de su boca chorreaba un líquido negro en exceso parecido al que yo había visto esa tarde cayendo de la espalda de mi hija. Una especie de aura de color morado le rodeaba y de ella caían volutas de un polvo del mismo color.
     Aquel dantesco ser, asomado desde la puerta del armario, salió del mismo como si el tamaño de la puerta fuera el correcto para su gigantesco cuerpo, y se acercó a la cama de mi niña y… y…, le introdujo una especie de genitales bifurcados en la espalda agrandando los orificios que ya había dejado antes en su espalda…
    Un ruido me despertó entonces, un chillido y una risa. El chillido de horror era el de mi esposa, la carcajada era la de mi hija. Me puse en pie y me dirigí a la puerta, un tacto los pies me detuvo, era el tacto de la arena de la playa. Cuando prendí la luz vi que aquel polvo era morado y que había una mancha oscura en la ropa de cama…
    Salí de la habitación, con el corazón palpitando del horror y mi cerebro rogando por descanso, a punto de vomitar, cuando la vi al final del pasillo… Marge… mi Marge…, estaba muerta… había sido acuchillada y su cabeza… Vomité hasta mi primera papilla y, cuando extendí mi mano en dirección a Marge, escuché unos pasos tras de mí. Detrás de mí estaba mi hija, todavía conservaba los pantalones del pijama, pero tenía el torso completamente desnudo y manchado de sangre, la lana del pantalón también había recibido su sanguinolenta ración. Empuñaba un cuchillo rojo en una de sus manitas y en la otra arrastraba una peluca… O eso creí hasta que me la lanzó y vi que era el cuero cabelludo de Marge. Lo arrojé al suelo con absoluto horror y retrocedí ante el avance de mi hija. Me fijé entonces en sus ojos e impregné mi alma con horror absoluto: sus ojos eran totalmente rojos, y en su boca había una sonrisa insolente, teñida de rojo por la sangre de su madre…
    En mi retroceso tropecé con uno de los pies de Marge y caí al suelo llorando y gritando. Reptando como solo un hombre desesperado puede hacer me arrastré hasta el pie del ventanal del rellano del segundo piso, sintiendo, a medida que el espacio entre mi espalda y la pared se acortaba, mi acorralamiento. La niña caminaba insolentemente segura de sí misma. Se lanzó entonces con el cuchillo frente a sí y me lo clavó en el pecho justo del lado contrario al corazón.
    Hice, entonces, caballeros, una cosa impensable: asesiné a mi hija extendiendo una de mis manos hasta un florero con el que le sacudí la cabeza una vez, más que suficiente para molerle la cabeza.

    Esa es toda la verdad y todo lo que tengo que declarar ante la policía.