Marge me mencionó por la mañana lo de la
espalda de la niña.
―¿Qué es?―interrogué yo.
―Míralo tú mismo―dijo ella sosteniéndole levantada la camisa a la niña.
La
cara de mi esposa estaba llena de asombro y tenía una expresión afligida.
Cuando miré hacia abajo, hacia la espalda de nuestra pequeña de cinco años,
supe por qué. En el centro de su espalda tenía un par de orificios, con la
separación de colmillos.
―¿Cómo te hiciste esto cariño?―pregunté a la niña.
La
niña se encogió de hombros y negó con la cabeza, más bien confundida que como
ocultando algo, estaba sentada sobre el reposabrazos más preocupada por los
dibujos animados de la televisión que por lo que pudiera tener en la espalda.
Volví la vista hacia Marge y la interrogué con la mirada.
―No
lo sé. No quería decírtelo, pero ya van cinco veces que veo aparecer esas
cosas.
―¿Cinco? ¿Y dónde están las demás?
―Esa es la cuestión. Esas cosas desparecen por la noche justo cuando
estoy a punto de bañarla para meterla en la cama. Llegué a creer que eso
desaparece por el agua así que la bañé dos veces ayer por la tarde enjuagando
con fuerza su espalda. Sin embargo, no desparecieron, esas cosas solo
desaparecen por la noche y vuelven a aparecer por la mañana.
―¿Probaste a llevarla con el pediatra? Quizá…
―Lo
intenté, pero el medico parecía incapaz de verlas, como si no existieran. Me
recomendó descansar más y que no preocupara en exceso por la niña, que ella
estaba bien. Más bien me pregunto si le daba de comer adecuadamente, que la
niña estaba muy pálida. Le contesté que por supuesto, así que me recetó un
suplemento alimenticio. Pero la verdad es que la niña no quiere comer
últimamente, únicamente come el suplemento alimenticio que la obligo a tomar.
No
dije nada, en cambio, miré a mi hija, tan pequeña, tan hermosa, me hubiese
gustado quedarme así toda la vida. Extendí una de mis manos para acariciarle
los rizos de su cabello, la niña se volvió un segundo y me sonrió, aquella
sonrisa, es precisamente aquella la que más me tortura. La sonrisa que recuerdo
todos los días antes de acostarme, y la misma por la que me prometo sobrevivir.
Aquella sonrisa, radiante…
Levante la vista y le pregunte, estúpidamente, bromeando, a mi esposa.
Nunca le hagas bromas a una mujer asustada:
―¿Y
si la mordió un vampiro?
Mi
esposa retrocedió por un momento contemplando la idea, luego negó con la cabeza
sin entender mi broma, súbitamente enfadada conmigo.
―Bueno, podría ser, si el vampiro que la mordió tuviera la boca del
tamaño de tu antebrazo ¿Quieres tomártelo enserio por favor?
―Me
lo estoy tomando enserio. Mira, para que no te preocupes voy a dormir con ella
esta noche.
La
expresión se le iluminó y una sonrisa le apareció en el rostro.
―Y
si de verdad es un vampiro, ¿qué vas a hacer?
Me
sorprendí de que me siguiera la broma y luego me reí junto con ella que se reía
de mi expresión de asombro.
Aquella fue mi mañana del veinte de enero de dos mil dieciséis, y la
recuerdo como la última en la que sonreí de mi vida.
Por
la tarde de ese mismo día nos encontrábamos los tres sentados en la mesa
cenando cuando la niña se puso repentinamente de pie y nos pidió permiso para salir
a jugar al jardín.
―Cuándo termines tu cena―contestó Marge.
―Pero
no tengo hambre―espetó la niña, y efectivamente así era, el plato todavía
estaba casi lleno. Marge me dirigió una mirada a mí y yo me encogí de hombros.
―Está
bien, sal a jugar―concedió mi esposa.
―Sííííí, gracias mamá―dijo la niña mientras le plantaba un beso en la
mejilla.
Se
disponía a salir cuando tercié:
―Espera―cuando llegó hasta mí le levanté la camisa y noté que
efectivamente los dos orificios habían desaparecido, intercambié una mirada
sobre la mesa con Marge. La niña echo a correr en cuando le solté la camisa,
pero la interrumpí antes de llegar a la puerta―¿Y para mí qué? ¿No hay beso
para papá?
La
niña regresó con gesto de quien olvida algo importante y me plantó un beso en
la mejilla.
―Gracias papá―me dijo, luego salió corriendo.
Nos
quedamos viéndola a través de la ventana de la cocina hasta que estuvo en el
jardín trasero de la casa y se hubo sentado en el viejo columpio. Yo giré la
cabeza hacia Marge que contemplaba su reloj de mano con aspecto clínico y que
me espetó:
―No, no, mírala a ella.
La
niña seguía sentada en el columpio meciéndose y no noté nada raro en ello.
―¿Qué? ¿Qué hay de malo?―interrogué volviendo la cabeza una vez más.
Marge me mando mirar de nuevo a la niña y así hice, mientras tanto ella
mantenía la vista clavada en el reloj.
―Ya. Mira los setos a su alrededor.
Me
sorprendí, no por primera ni por última vez aquel día, cuando miré en la
dirección que ella me señalaba y vi una sombra que se movía con gesto hábil
entre las hojas. Tenía que ser un gato, pues solo eso explicaría aquella
agilidad.
―¿Pero qué…?―exclamé cuando vi una sombra de un tamaño colosal caer
desde las ramas altas del árbol que estaba justo encima del columpio hasta el
seto que circundaba este mismo. Del susto me puse en pie al igual que mi esposa
pues parecía ser esa la primera vez que veía aquella sombra inhumana. Me
disponía a salir cuando mi esposa me detuvo y me dijo:
―Mira a la niña.
La
niña tenía la mirada fija en la tierra y parecía estar hablando consigo misma,
aunque, tras ver el movimiento de los setos, uno diría que estaba hablando con
la sombra. Me detuve a mirarla, pero solo hasta que vi el hilillo de baba que escapaba
por la comisura de su boca, y la expresión muerta de su rostro.
Cuando salí fui directamente a los setos y metí las manos en su espeso
follaje sin importarme con lo que pudiera encontrarme. Nada había ahí sin
embargo. Me volví hacia mi esposa que despertaba a la niña de su estado de
enajenación y le dije:
―Aquí no hay nada.
―Llevo algún viendo aquella sombra en los arbustos, siempre a la misma
hora. Pero creí que no era nada. Luego, un día, se le unió la niña y la vi
hablar sola, cuando salí y busqué entre los arbustos tampoco había nada. Pero
jamás había visto a la niña en este estado…
―¿Y
por qué no me lo contaste?
―Creí que no era nada importante. Además, sí te lo dije, pero no insistí
pues no le di importancia.
―¿Estás bien?―le pregunté a la niña que ya volvía en sí y que parecía
ahora más confundida que nunca.
―¿Papá? ¿Mamá? ¿Qué pasa? Yo… Creo que no me siento muy bien.
―Tranquila cariño ya estoy aquí―le dijo Marge mientras la cargaba en su
hombro con su espalda hacia mí. Le levanté la camiseta y vi los dos profundo
agujeros que habían desaparecido antes mucho más profundos. Ahogué un grito con
la palma de mi mano, y Margaret comprendió porque en cuanto estiró su cuello
para poder ver su espalda: los dos agujeros sangraban, sangraban un líquido
negro tan parecido por su nivel de viscosidad a baba…
Aquel episodio quedó olvidado hasta la hora de irse a dormir cuando
Marge me recordó mi promesa de dormir con la niña, así hice por supuesto,
haciéndome un hueco en el sofá que estaba justo frente a la cama de la niña y
en el que esta siempre arrojaba su ropa. No quería dormir aquella noche y lo
único que podía hacer para entretenerme era pensar, así hice, pensé. Pensé en
todo lo que había ocurrido aquel día y le di vueltas una y otra vez en mi
cabeza a aquella sombra que había visto intentando encontrarle un sentido
lógico, cosa que no ocurrió. Lo cierto es que me dormí cuando estaba pensando
en ello. Recuerdo, y esto podría ser solo una fantasía nocturna mía, una figura
enorme, peluda que caminaba a cuatro patas y por cuya boca asomaban una serie
de colmillos asimétricos y en extremo filosos, saliendo del armario que estaba
junto a mí, aquel ser era parecido a un perro solo que, con el tamaño de un
búfalo, de su boca chorreaba un líquido negro en exceso parecido al que yo
había visto esa tarde cayendo de la espalda de mi hija. Una especie de aura de
color morado le rodeaba y de ella caían volutas de un polvo del mismo color.
Aquel dantesco ser, asomado desde la puerta del armario, salió del mismo
como si el tamaño de la puerta fuera el correcto para su gigantesco cuerpo, y
se acercó a la cama de mi niña y… y…, le introdujo una especie de genitales
bifurcados en la espalda agrandando los orificios que ya había dejado antes en
su espalda…
Un
ruido me despertó entonces, un chillido y una risa. El chillido de horror era
el de mi esposa, la carcajada era la de mi hija. Me puse en pie y me dirigí a
la puerta, un tacto los pies me detuvo, era el tacto de la arena de la playa.
Cuando prendí la luz vi que aquel polvo era morado y que había una mancha
oscura en la ropa de cama…
Salí de la habitación, con el corazón palpitando del horror y mi cerebro
rogando por descanso, a punto de vomitar, cuando la vi al final del pasillo…
Marge… mi Marge…, estaba muerta… había sido acuchillada y su cabeza… Vomité
hasta mi primera papilla y, cuando extendí mi mano en dirección a Marge,
escuché unos pasos tras de mí. Detrás de mí estaba mi hija, todavía conservaba
los pantalones del pijama, pero tenía el torso completamente desnudo y manchado
de sangre, la lana del pantalón también había recibido su sanguinolenta ración.
Empuñaba un cuchillo rojo en una de sus manitas y en la otra arrastraba una
peluca… O eso creí hasta que me la lanzó y vi que era el cuero cabelludo de
Marge. Lo arrojé al suelo con absoluto horror y retrocedí ante el avance de mi
hija. Me fijé entonces en sus ojos e impregné mi alma con horror absoluto: sus
ojos eran totalmente rojos, y en su boca había una sonrisa insolente, teñida de
rojo por la sangre de su madre…
En
mi retroceso tropecé con uno de los pies de Marge y caí al suelo llorando y
gritando. Reptando como solo un hombre desesperado puede hacer me arrastré
hasta el pie del ventanal del rellano del segundo piso, sintiendo, a medida que
el espacio entre mi espalda y la pared se acortaba, mi acorralamiento. La niña
caminaba insolentemente segura de sí misma. Se lanzó entonces con el cuchillo
frente a sí y me lo clavó en el pecho justo del lado contrario al corazón.
Hice, entonces, caballeros, una cosa impensable: asesiné a mi hija
extendiendo una de mis manos hasta un florero con el que le sacudí la cabeza
una vez, más que suficiente para molerle la cabeza.
Esa
es toda la verdad y todo lo que tengo que declarar ante la policía.