martes, 29 de marzo de 2016

La verdadera doble

Algo estaba mal.
    Phoebe se asomó por la ventana y lo supo de inmediato. El exterior era poco más que un oscuro vacío, interrumpido, aquí y allá, por perezosas luces y, en un punto preciso, por la luna llena. La única iluminación que había en aquella habitación era la que entraba por la ventana, de la luna, por ello el rincón más alejado era también, el menos iluminado de la habitación.
    Phoebe se volvió en aquella dirección haciendo crujir el cuero de sus zapatos de tacón alto cuando escuchó un extraño ruido emerger de aquella insondable oscuridad, le parecía un sonido familiar, cuando algo emergió de la sombra supo lo que era: de nuevo era el crujido del cuero de sus zapatos como si se tratara de un eco, solo que, claro, no se trataba de un eco. De la sombra emergía un doble de ella, ataviada con la misma ropa que ella, pero con una expresión totalmente distinta en rostro. A diferencia de Phoebe, el rostro de su doble no mostraba expresión alguna, como si aquella cosa no pudiera sentir la extraña sensación que flotaba en el aire y que para ella era tan evidente. Era, quizá su propio terror; el terror de verse ante sí misma.
    ―¿Qué buscas?―le preguntó su doble.
    ―La verdad―respondió, y aquello salió de su boca más escupido que hablado. Lo cierto es que ella no tenía la menor idea de que estaba diciendo.
    ―¿Sobre qué?―su doble aún no mostraba cambio alguno en su expresión facial, sin embargo se había acercado lo suficiente para que Phoebe pudiera ver cómo cada arreglo en la chaqueta de cuero de su doble era exactamente igual que el de la suya, para que pudiera ver como su rubicundo cabello caía sobre suavemente sobre sus orejas. Aquella cosa era como un espejo, la única diferencia consistía en la expresión del rostro de su doble.
    ―Sobre por qué escondes todo lo que es importante.
    ―¿No esa, acaso, la opción más inteligente? Tú eres totalmente vulnerable en cambio a mí nada puede hacerme daño. Soy intocable, mi corazón es como la piedra. No te aferres a la esperanza, abandona tus sentimientos y sé cómo yo, inmortal.
    Phoebe no contestó, ni siquiera sabía que había dicho, una horrible jaqueca azotaba su cabeza y zumbaba en sus oídos como furiosas avispas.
    ―Convénceme―suplicó susurrándolo y arrepintiéndose al momento de haberlo pedido.
    Una sonrisa apareció en los labios de su doble. Había algo malo en aquella sonrisa, pero Phoebe no sabía el qué. Aquella sonrisa parecía inconsistente en aquel rostro, como si fuera un error de la naturaleza, como si aquella aberración fuera imposible.
    ―Sabía que lo pedirías―afirmó su doble al fin―. Ven acompáñame.
    ―¿A dónde vamos?―preguntó ella temerosa cuando su doble la cogió de la mano y cuando pudo sentir como el frio de las manos de su doble se propagaba por todo su cuerpo.
    La sonrisa ya había desaparecido del rostro de su interlocutora cuando le susurró tranquilizadora, acercando sus labios coloreados por el carmín:
    ―Tranquila, no vamos demasiado lejos. Solo tenemos que acercarnos a la ventana y abrirla.
    ―¿Abrirla?―preguntó ella temiendo escuchar la respuesta. El insondable e incognoscible vacío que se extendía en el exterior le provocaba un profundo pánico.
    Phoebe esperó viendo como blancas nubes de vaho salían de su boca entreabierta por la sorpresa, pero su doble no respondió, aún ocultaba su rostro junto a su oído, y ella casi pudo ver como sonreía malévola, con aquella sonrisa imposible. Algo jaló entonces una de las solapas de su chaqueta de cuero y se vio a sí misma caminando en dirección a la ventana, aunque claro, no era del todo ella misma. Se acercó donde su doble, bajo la poderosa luz plateada de la luna y esperó intranquila mientras su doble levantaba los seguros de las ventanas y mientras esta ponía las manos listas para empujar las hojas de la ventana y abrirla a la oscuridad, a la oscuridad vacía del exterior.
    ―¿Lista?―preguntó su doble sin inflexión alguna en la voz. Phoebe se limitó a asentir con la cabeza. Su doble empujó entonces las hojas de la ventana que chirriaron ligeramente sobre sus bisagras antes de quedar totalmente abiertas; una fuerte ráfaga de viento entró entonces por la ventana abierta y tiró al suelo algunas cosas que había en la habitación. Su doble se llevó las manos al rostro para cubrirse, pero, al ver que aquello no bastaba, dio un precipitado salto hacia atrás dejándola solitaria ante la ráfaga que se movía de forma errática y que, tras dar un paseo por la habitación, volvía a su punto de origen. Aquello la ponía en el centro de la fuerte ráfaga que ya la obligaba a avanzar contra su voluntad hacía la oscuridad del exterior.
    Phoebe cerró los ojos cuando el pánico la dominó totalmente. Algo le tocó el hombro entonces y, tras abrir los ojos y comprobar que no estaba muerta, se percató que estaba en un sitio absolutamente distinto. La iluminación era absolutamente diferente pues el cielo era celeste y el sol sonreía en él, verdes pastos se extendían hasta la lejanía, coloreados aquí y allá por el amarillo seco que pronosticaba el otoño.
    ―Bienvenida―le dijo sarcásticamente, pero sin sonreír, su doble.
    ―¿Dónde estamos?―preguntó ella confusa.
    Su doble la sujetó por los hombros y la obligó a volverse haciendo presión. Cuando Phoebe bajó la vista se encontró mirando un lapida; un gemido de terror escapó de sus labios cuando leyó el nombre.
    ―Tranquila―le pido su doble que se agachaba sobre la lápida y dejaba una flor sobre ella―es la mía no la tuya. Necesito―le pidió tras ponerse de pie―que leas la fecha.
    Phoebe bajó la vista y leyó los ocho números; los primeros cuatro correspondían a los de su fecha de nacimiento, los últimos cuatro, probablemente, eran los de su fecha de fallecimiento.
    ―¿Por qué me muestras esto?―le preguntó cuándo recobró la voz.
    Su interlocutora no respondió, en cambio, le sujeto las manos y le pidió:
    ―Cierra los ojos.
    Phoebe hizo así e inmediatamente la invadió un frío que la hizo estremecerse. Algo había malo en aquello. Sentía la nariz congelada y sus extremidades también, como si estuvieran en un sitio totalmente distinto pues la calidez del sol sobre su piel se había extinguido y ahora solo quedaba el frío en los huesos. Un trueno se escuchó a la lejanía e inmediatamente sintió como la lluvia fría se colaba bajo su ropa.
    ―Ábrelos―le pidió su propia voz al oído. Cuando lo hizo estuvo ciega durante un tiempo pues sus ojos no estaban acostumbrados a la oscuridad, pero, cuando finalmente recobró la vista, su doble la miraba a la cara―¿Estás bien?―interrogó.
    ―Sí―respondió―¿Dónde…?―silenció en tanto vio la misma lapida que antes había visto: el nombre era el mismo, pero los últimos dígitos eran diferentes.
    ―Esta es la tuya―dijo su doble mientras se agachaba para dejar una flor sobre la lápida.
    Ambas se mantuvieron en silencio durante un tiempo relativamente largo.
    ―No has logrado convencerme―dijo por fin Phoebe comprendiendo lo que quería enseñarle su doble; su tiempo de vida era la mitad que el de su doble.

    ―Una pena que te resistas tanto a desaparecer. Desconozco cuál es el propósito de que te quedas aquí, dentro de mí―le dijo Phoebe a la verdadera doble.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Latido secretante

Tengo miedo.
    Tengo miedo pues soy ya muy mayor y sé, en mayor parte por el color de mis fluidos corporales, que me queda poco tiempo de vida. Si pudieras verme ahora mismo sabrías porque digo esto, postrado, casi invalido, solitario en la oscuridad, he tenido una cantidad razonable de tiempo para pensar al respecto y he llegado a la conclusión de que sin duda aquella cosa era totalmente inhumana. Mi memoria es débil y, por tanto, su recuerdo es vago, pero si tuviera que utilizar la ficción para describir a aquel monstruo sin duda diría que es inenarrable, y su horror otro tanto.
    Fui, durante toda mi vida, un experto neurólogo. Escogí aquella especialidad obsesionado con poder volver a dotar de vida al cerebro, la maquinaria madre del cuerpo humano, y durante mis largos cincuenta años al servicio de la ciencia exploré con rigurosidad esta posibilidad experimentando en animales pequeños, sin ningún resultado, a pesar de ello, jamás me rendí, ni renegué de mi empresa pues aquella era la labor que me apasionaba.
    Pues bien, cierto día, y de esto harán unos cinco años, vi volver a la vida a una rata pequeña cosa que me exaltó de sobremanera pues la aplicación de la misma droga en una rata del doble de tamaño no había mostrado resultado alguno. Le serví velozmente comida y agua a la rata, pero esta se negaba a comer y más bien se conformaba con arañar con fiereza las acristaladas paredes de su jaula. Observé su comportamiento hasta su fallecimiento por inanición (pero aquello no había sido culpa mía pues llegué a un extremo de preocupación por mi experimento tal que comencé a administrarle la comida por vía intravenosa, por lo que me sorprendió aún más su repentina muerte por este motivo), y si bien noté un comportamiento ligeramente más agresivo, no había ninguna otra anomalía ni excentricidad más allá del hecho de que se negará a comer. Confirmé su muerte y documenté el hecho con exactitud clínica anotado todos los por menores del caso. Con cuanto horror vi entonces, mientras revisaba prontamente la información que había recopilado de aquel caso, a la pequeña rata cuya muerte había confirmado, agitar la cabeza más para intentar quitarse las cremas que había colocado en la parte superior de su cabeza, pues estaba aún por practicarle la autopsia, qué para desperezarse, temblorosas sus pequeñas patas sobre la charola que iba a utilizar para la operación. La rata que había vivido tres vidas pudo por fin ponerse de pie y yo me estremecí del horror y de la rabia pues no podía dejar escapar a aquel ser, pero tampoco quería matarle. Tuve que hacer lo correcto por más que ello me pesara como científico y le aticé con una tablilla de madera intentando evitar la cabeza y otros órganos vitales para estudiar más tarde al animal, empresa en la que fallé pues con mi primer desesperado golpe le molí la cabeza dejando toda su espesa sangre embarrada en la improvisada mesa de operaciones que cierto día había inventado.
    Aquella primera resucitación aupó mi espíritu de investigador instándome a experimentar el efecto que esta poderosa droga poseía en seres humanos, sin embargo, cuando conté mi experiencia y mostré el cadáver a mis superiores se negaron a darme acceso a cadáveres humanos pues, decían, mi droga aún tenía que ser diversamente probada antes de su experimentación en humanos, en cambio sí que me concedieron acceso a partes humanas sueltas con la condición de que si recogía alguna de ellas fuera únicamente para su estudio y análisis buscando posibles implicaciones con la droga que había fabricado y nunca para experimentación activa clandestina o en el laboratorio del hospital. Accedí a aquellos términos no disgustado del todo por las limitaciones que se me habían impuesto, pues ahora tenía libre acceso a tejido y musculo humano vivo y podía estudiar las diferencias que las conexiones nerviosas entre estos y los de un animal poseían.
    Pensé que si podía analizar algún cuerpo humano cuyo sistema neurológico no hubiese sido comprometido tras el fallecimiento y cuyos órganos vitales se mantuviesen intactos podría resucitarlo. Y así fue efectivamente, analicé por cuatro largos años partes humanas encontrando que la mayor dificultad era encontrar un cerebro y sus conexiones que no se hubiesen visto comprometidos. Y, durante esta época, no descuidé en absoluto mi investigación en animales pequeños, siendo, lo más grande que en lo que se me permitía experimentar, gatos callejeros o domésticos cuyo dueño aprobase su experimentación. Mi experiencia en resucitar cuerpos fallecidos me mostró un dato reluciente: entre más fresco estuviese el cuerpo, más seguramente resucitaría. Aquello era un enorme impedimento para la experimentación de la droga que tantas veces ya, había alterado, buscando alguna que no dependiera del tiempo que mediara entre la muerte del experimento y la suministración de la droga, pues, encontrar un cadáver cuyo consentimiento para la experimentación fuera firmado en un espacio de tiempo inferior a los diez minutos era una labor imposible. Cambié tantas veces mi droga y experimenté tantas resucitaciones que llegué a creer que había desarrollado un compuesto que podía reactivar las células muertas del cerebro y conceder una nueva vida a aquel al que se le suministrara mi poderosa y activa medicina a pesar de no haber probado, jamás, su efecto en humanos.
    Cierto día, mientras por la mañana, platicaba con el recepcionista acerca de unas jeringas que deseaba adquirir, el ruido de las sirenas terminó de despertarme del todo. Había ocurrido un accidente con un autobús lleno de pasajeros, según nos informó el director del hospital y los heridos seguramente serían repartidos entre nuestro hospital y el que había algunos kilómetros más allá. Nos ordenó salvarles la vida a tantos como pudiéramos y nos deseó suerte. Llegaron entonces las ambulancias y metieron a los heridos ordenadamente en parejas a través de las puertas del hospital. Aquello ocurrió un día domingo y muchos eran los médicos que se encontraban ausentes pues aquel era un día en el que no había mucha afluencia por el hospital, de modo que la selectividad al tratar a los heridos era muy importante. Cuando se lo mencioné al decano este asintió y me mencionó que estaba tratando de localizar al resto de los médicos que no habían ido a trabajar aquel día, pero que poco podía hacer pues, según deducía, estarían ayudando en el otro hospital más cercano a la ciudad y, por ende, con mayor afluencia de heridos.
    No dije nada pues fue entonces cuando me llamaron urgentemente a la cirugía de un hombre que se había clavado un trozo de cristal en una de las piernas y, al parecer, se estaba desangrando. Aquella no era la clase de cirugías que solía practicar, empero, gracias a mi larga carrera en medicina conocía perfectamente los procesos a seguir. Los familiares ya comenzaban a llegar y aquello era un terrible caos de personas y, cuando llegué a la entrada de la sala de operaciones en la que estaba el hombre al que debía practicarle la cirugía urgentemente fui recibido por la intensa suplica de una mujer que venía acompañada de dos pequeños niños. La mujer suplicaba que le salvara la vida a su esposo, que salvara la vida del padre de sus hijos, que hiciera lo que fuera necesario.
    Que hiciera lo que fuera necesario.
    Aquella parte de la súplica no dejó de repetirse en mi mente y más aún, cuando entré y vi en la pantalla de lecturas que el hombre había fallecido.
    ―Hora de la muerte―pedí.
    ―Las nueve horas con cuarenta y siete minutos.
    Comprobé mi reloj. Nueve cuarenta y nueve. El hombre llevaba muerto solo un par de minutos, probablemente falleció mientras me llamaban por megafonía.
    No dije nada, ni miré a la enfermera. Me acerqué a él y simulé quitarle las intravenosas y, mientras tanto, sacaba de uno de los bolsillos de mi bata una jeringuilla cuyo violáceo contenido tantas veces había yo suministrado. No me detuve a contemplar detenidamente las implicaciones que aquella acción podía tener para mi carrera y se la suministré, perforando con el afilado extremo de la jeringa su aún cálida carne, directamente a la sangre cercana al corazón. Nada ocurrió durante algún tiempo en el que no dejé de temblar. Una idea, brillantemente estúpida se me ocurrió entonces. Atraje hacia mí, empujándolo con el pie, el mueble de los resucitadores y, sin que nada pudiera detenerme le aticé el corazón con descargas eléctricas para que este bombeara la sustancia por todo el torrente sanguíneo.
    El corazón que se detuvo esa vez no fue el del hombre fallecido, sino el mío y el de la enfermera cuando vimos al muerto erguirse sobre la espalda y emitir un cavernoso chillido de agonía. El poco tiempo que había mediado entre la suministración de la sustancia y el fallecimiento del hombre al parecer había sido suficiente para afectar su raciocinio pues corría enloquecido por toda la habitación rasguñando su piel para calmar la comezón de su alma.
    Que horripilante fue entonces cuando atravesó la puerta su mujer seguida por sus dos pequeños hijos y el hombre se lanzó sobre su cuello, derribándola…
    Un disparo resonó en aquella fría mañana. Un guardia de seguridad lo había asesinado frente a sus hijos, pero no pudo salvar a la mujer pues esta estaba con el rojo, sangrante, cuello…

    Perdónenme, no puedo continuar con esto…

martes, 23 de febrero de 2016

Próximo a la muerte

Se inclinó sobre él para cerciorarse de que seguía vivo. De momento respiraba y, a pesar de su natural fragilidad no parecía que fuera a faltarle el aire en mucho tiempo, resistiría, quizá, una semana más, pero estaba próximo a la muerte sin duda. Aquello la llenó con esperanza, llevaba esperando la muerte de su padre por alrededor de veinte años, una semana no era nada, aunque sin duda esperaba que el viejo no pasara de aquella noche.
    –Hija mía–murmuró el anciano manchando con su saliva carmesí por las medicinas la larga barba que le crecía bajo el mentón.
    –Dígame, padre–contestó ella me deseando que fuera sangre lo que teñía su barba.
    –Deseo dormir–puedes administrarme un tranquilizante.
    No era pregunta, era una orden.
    –Ahora mismo.
    Se preguntó qué pasaría si le administraba una dosis letal, ya era hora de que durmiera para siempre.
    –Apresúrate–apremió el anciano.
    Tras preparar la intravenosa, demorándose todo lo posible pues tenía la esperanza de que quizá el viejo se muriera antes de que pudiera administrarle el somnífero, se la aplicó levantándole la manga de lana que cubría sus brazos. Se quedó ahí mirándole sin decir nada hasta que se durmió. Podría asesinarlo ahora mismo si lo deseaba, pero no, el anciano se lo había montado bien, tenía que morir naturalmente, de modo que protegerlo de intentos de asesinato era la mayor prioridad de ella y de sus hermanos.
    Sus hermanos...
    Sus hermanos no recibirían un centavo, estaba segura de ello como de que ella recibiría toda la herencia. Llevaba desde que nació ganando el favor de su padre con un trato lisonjero y adulaciones, además había sido ella quién le había calentado la cama todas las noches desde que murió su madre cuando la virilidad de su padre aún no era cuestionable. El anciano tenía que dejarle todo a ella o lo sacaría de su tumba y lo obligaría a lamerle las botas.
    Un estentóreo ronquido la sacó de sus cavilaciones.
    «Eso es anciano, pensó ella, ronca, a lo mejor te ahogas»
    No lo pensaba enserio, pero cuando su padre comenzó a convulsionar de tos ahogándose con su propia saliva lo consideró mejor. Primero pensó en ayudarlo, pero, tras reclinarse sobre su espalda para ayudarlo a sentarse lo reconsideró y se dio cuenta que esa era una oportunidad invaluable, así que se limitó a mirarlo retorcerse en el lecho en donde su padre tantas veces la había poseído, una sonrisa le iluminaba el rostro y quizá eso fue lo ultimo que vio su padre antes de perecer, pues, antes de que le abandonaran las fuerzas y el aliento exclamó un gemido ahogado.
    Relajó la sonrisa temiendo que alguien fuera llamado por el escándalo, se reclinó sobre su padre y fingió llanto. Cuando entraron su hermana y su hermano dos minutos más tarde la encontraron así, reclinada sobre el pecho del viejo llorando con ligeros sollozos.


    El albacea leyó exactamente lo que a ella le sugería la intuición. El albacea volvió a leer ante los apremios del hermano que decía no haber escuchado bien.
    –Dejo todas mis pertenencias–leyó el albacea–a nombre de mi hija Gertrudis–tras limpiarse el sudor con la mano ante las miradas incrédulas del de los dos hermanos de la única beneficiaría del testamento, dijo–Eso es todo lo que dice el testamento.
    –Pero eso no es posible–dijo el hermano de Gertrudis.
    –Por supuesto que lo es–corrigió la hermana–¿y tú ya lo sabías no es así?–dijo dirigiéndose a Gertrudis.
    Una sonrisa apareció en los labios de esta que no pudo contenerse más y estalló en carcajadas. Su hermano se levantó con intención de hacerla callar, pero, antes siquiera de que tuviera tiempo de acercarse, desenfundó un arma limpiamente.
    –Si te acercas un paso más, disparo. No bromeo–y efectivamente, en su mirada se podía leer claramente que no bromeaba.
    El hermano, rojo de ira, murmuró una maldición mientras volvía a sentarse en su silla.
    –Tienen veinticuatro horas para desalojar mi propiedad–continuó.
 Los dos exclamaron y abrieron la boca para renegar, pero ninguno se atrevió a decir nada con el cañón de la pistola apuntándolos.
 –Dieciocho-corrigió.
 –Maldita seas–murmuró su hermano y, sin poder contenerse más se arrojó sobre ella para desarmarla. Un disparó resonó entonces y el albacea que hasta entonces se había mantenido en religioso silencio gritó por todo lo alto mientras el cuerpo del hermano se desplomaba en el suelo.
  –¡Gertrudis!–exclamó su hermana–¿qué has hecho?
 Un nuevo disparo y un nuevo grito del albacea resonaron en la estancia. La hermana también estaba muerta, había sido un disparo en la cabeza, justo como el anterior.
 –No es nada personal, pero no puede haber testigos–le dijo Gertrudis al albacea apuntándole con el arma.

 –Por favor, no, haré lo que sea...–Pero había sido en vano. Gertrudis ya lo había silenciado con dos disparos al abdomen.

martes, 16 de febrero de 2016

Jardín pequeño

El cielo ya estaba poblado de estrellas cuando despertó.
    El ruido que lo había despertado volvió a repetirse entonces, pero más cercano a él; aquel era, inconfundiblemente, el crujido de las hojas secas al ceder bajo los pasos de alguien. Los pasos parecían alejarse y acercarse al mismo tiempo, como si algo se ocultara entre las altas hierbas y le rodeara evitando cuidadosamente introducirse en el claro en el que se hallaba. La única luz que había en aquel bosque era la de la luna y, más concretamente, la poca luz que se colaba espectralmente entre las hojas de los enormes centinelas de troncos vetustos y ramas podridas, de modo que Albert poco podía ver como no fuera el claro en el que había despertado y uno que había algunos metros más allá.
    El claro en el que Albert se encontraba era un espacio bastante reducido, podría, incluso, pasar por claustrofóbico, sin embargo, el que había unos metros más allá era un claro de enorme diámetro. La luz ahí parecía resplandecer iluminando el crecido pasto de una forma fantasmagórica, ininterrumpida en aquel espacio libre de alguna otra vegetación.
    Albert contempló a su alrededor y después, tras incorporarse sobre los codos, miró al cielo perlado de estrellas; debía ser ya muy tarde, tenía que encontrar la salida cuanto antes, aquel jardín secreto no era seguro por la noche. Durante el día era un paraíso, pero, por la noche, extraños seres aparecían de ningún sitio y acababan con todo aquello que se moviera en el jardín, o eso era lo que había escuchado, nunca había estado hasta tan tarde en el bosque, empero, esta ocasión se había quedado dormido recargado contra el tronco de un anciano árbol, sintiendo el calor de los rayos del sol acariciando su piel entre las hojas… luego un ruido lo despertó; el ruido se repitió por tercera vez y esta vez tuvo la certeza de que lo que se escondiera entre las sombras de los arboles estaba detrás de él, observándole con cuidado para saber si podía oponer resistencia o era una presa fácil de cazar. Albert se volvió velozmente a la oscuridad y pudo distinguir a una sombra arrastrándose de forma veloz de una rama a otra, intercalando su sujeción a la rama de una mano a otra, pero no pudo distinguir por completo su figura, a pesar de ello le parecía que lo que estaba saltando las ramas de los arboles con la ligereza de un gato, debía, por lo menos, pesar lo que un oso pues podía escuchar como las ramas se quebraban entre sus gruesos dedos. Algo era seguro: aquella cosa no era normal, y él estaba solo con ella, nadie, en función de sus cinco sentidos se atrevería a entrar en aquel lugar a aquella hora de la noche. Estaba solo y lo estaría hasta la mañana siguiente cuando encontraran su cadáver…
    Un nuevo ruido detrás de él lo hizo girar la cabeza provocándole un repentino sobresalto que lo hizo caer de espaldas al claro que antes había visualizado a la lejanía. El enorme monstruo salía de entre los arbustos y los crecidos pastos que circundaban como un cinturón el claro del bosque, del jardín secreto. El pavor le embargó cuando vio el filo de los dientes del animal y cuando sintió como el monstruo se precipitaba sobre él para devorarlo, era, por su constitución corporal, similar a un enorme gorila, y, por la forma en que se alargaba su dentado hocico, a un lobo, además, sus extremidades eran como las de un gorila, dotadas de pulgares. La excéntrica criatura se mantenía de pie sobre sus dos patas traseras dotándole de una forma ligeramente más inteligente, y, ahora que el enorme monstruo se precipitaba sobre él podía ver su enorme barriga blanca…
    Un enorme tentáculo recubierto de una sustancia bituminosa apareció del bosque y arrastró consigo al enorme gorila-lobo, dejando tras de sí, un rastro de espesa sangre. Un aullido se elevó en la noche, pero terminó por perderse entre los ruidos de los demás animales que salían huyendo despavoridos de sus guaridas. Un nuevo tentáculo apareció en el claro del bosque seguido de otro, reptaban, como ciegos, buscando una presa. Albert huyó en dirección contraria, pero, conforme lo hacía, se acorralaba entre la oscuridad del bosque y el enorme tentáculo que le perseguía sintiendo, de algún modo, su presencia. No le quedo, por tanto, más remedio que internarse en la zona oscura del bosque, en aquel paramo que parecía desierto y maldito. Primero caminó tranquilamente por aquel prado rodeado de árboles, sin embargo, le parecía sentir a alguien con los ojos clavados en su espalda y le parecía escuchar algo que se movía entre las hojas de los árboles, aquello lo llenó con repentino pánico que lo obligó a salir corriendo, corría en dirección al claro que había visto algunos metros más allá, el claro que ahora se aproximaba a él velozmente ¿o era él que se aproximaba al claro? Albert tenía la sensación de que las cosas a su alrededor no se alteraban, sino que el claro se movía hacía él, aquello tenía poca importancia, y dejo de tenerla totalmente cuando algo lo hizo resbalarse y caer, caer por una reclinada pendiente cuyo fondo era una especie de fosa de piso enlodado y paredes corroídas por el agua que goteaba de ellas. Albert se estrelló contra el agua estancada en el fondo en la caída y se salpicó la ropa con el lodo del fondo de aquella extraña cueva, extrañamente dimensionada. La cueva estaba casi totalmente a oscuras y lo hubiera estado por completo si no hubiese existido el hueco por el que él había caído, algo atrajo su atención: la luz había desaparecido durante unos segundos y, cuando levantó la vista vio al tentáculo que le perseguía pasar de largo sobre el agujero de la cueva, a juzgar por el aspecto de la misma, el único.
    Albert creyó que estaría a salvo ahí así que decidió quedarse en el fondo de la cueva, sumido en la profunda oscuridad, vigilando con tesón la entrada de la cueva hasta que comenzó a sentirse aletargado abandonada la adrenalina y se quedó dormido.

    Una luz que atravesaba sus parpados lo despertó y, cuando abrió los ojos miró, primero, a la pendiente que hacía de entrada en aquella extraña cueva, y comprobó, por la irradiante luz del sol, que ya era de día. Se puso de pie, se desperezó y comenzó a escalar la empinada pendiente para salir, agarrándose a los hierbajos que crecían aquí y allá, sosteniéndolos entre las manos para evitar caerse.
    Cuando por fin estuvo afuera identificó rápidamente la salida con un solo vistazo y se dirigió en esa dirección vadeando los enormes árboles en el camino. Con una mano en la cerca que dividía la finca y el jardín se volvió una última vez y vio las largas zonas verdes y la enorme zona de mar que se extendía a la lejanía entes de salir por la puerta del jardín secreto.

    Sí, el jardín pequeño de la casa.

martes, 9 de febrero de 2016

La raza inmortal

En tanto salí al exterior una nube me nubló la vista, pero no era niebla como tal; era, más bien, alguna especie de gas pestilente. Su densidad era muy elevada y yo apenas podía ver más allá de mis ojos, de hecho, cuando bajé la vista, noté como la visión de la parte baja de mi cuerpo se difuminaba en la niebla, y, en el punto más alejado del mismo, era, de hecho, totalmente invisible. Quizá eso es una buena guía para que el lector imagine como de densa era la nube de gas.
    Un movimiento por el rabillo del ojo llamó mi atención entonces, y, como si supiera que era aquella sombra que dificultosamente alcanzaba a distinguir, hui en dirección opuesta. El pánico que me embargaba era casi tan denso como la neblina que tenía ante mis ojos, pero, tras correr en dirección opuesta por cerca de tres minutos me relajé un poco. En este punto la niebla no era menos densa y aquí tampoco podía ver nada, pero presentí que había dejado atrás lo que me perseguía. Poco entendía yo entonces del sitio en el que me encontraba, de hecho, era como si no me importase en absoluto pues continuaba trotando en la niebla, sin importarme, tampoco, el destino al que me dirigiera.
     Como ya he dicho antes, la niebla era extremadamente espesa y yo no lograba divisar absolutamente nada ni a un lado ni a otro, siendo, del mismo modo, incapaz de ver el suelo que pisaba. Tropecé por ello y caí rodando por una pendiente hasta un charco de agua. El agua no olía mejor de lo que lo hacía la nube de gas, así que pataleé cubriéndome la nariz hasta que estuve en tierra seca, unos centímetros más allá. Algo que se arrastraba llamó mi atención; era una especie de babosa gigante que se deslizaba sobre la superficie del charco de agua dotada de un par de antenas en la parte delantera de su cuerpo terminadas en curiosos ojos de un extraño amarillo, similar por su color, al oro. La criatura poseía dos patas traseras, pero, por su constitución física, parecía incapaz de ponerse de pie. Hui, pues, confieso, me asusté de aquel gigantesco bicho cuando dirigió sus antenas hacia mí y me miró con sus ambarinos ojos. Ahora estaba hambriento, sucio, mojado y con frío pues, me parece, era de noche. Digo que me parece porque bien podría haber sido la niebla ocultando la visión del sonriente sol.
    Caminé, creo, por espacio de diez minutos, hasta que me cansé y terminé por sentarme en el suelo; una roca se me clavó en la espalda baja y, cuando la analicé poniéndomela frente a los ojos noté su color rojizo y extrañamente antiguo. Había más rocas a mi alrededor, pero me parecía innecesario analizarlas todas. Salvo por la extraña criatura que había visto con anterioridad, aquel paraje estaba desierto. Arrojé la roca sintiéndome muy miserable y solitario en aquel lugar y me sorprendí cuando escuché a la roca rebotar en alguna superficie de elevada, pues aquello era una planicie casi perfecta, solo interrumpida aquí y allá por ligeras depresiones de terreno o por pequeñas elevaciones no superiores a un codo de altura. Cuando me acerqué a ella me di cuenta de que era muy superior a un codo de altura; aquello era casi una montaña. Identifiqué rápidamente el lugar donde había caído la roca que había arrojado pues estaba frente a mí. Había golpeado contra uno de los muros de la cueva que se extendía frente a mí, con sus abiertas y putrefactas fauces.
    No teniendo ninguna otra alternativa me interné en la cueva manteniéndome pegado a la pared para no terminar extraviándome y así fue hasta que llegué a una parte en que la cueva se ampliaba y se separaban sus muros entre sí. Tanta fue la separación gradual de los mismos que terminé por perder de vista el otro muro de la cueva, el que corriera paralelo a la pared de la que me sostenía, de modo que ahora solo me tenía a mí mismo y a la pared que sostenía con mis dos manos. Me detuve, entonces, durante un momento para pensar: afuera no conseguiría alimento y necesitaba con urgencia agua que fuera potable. Mi única opción era adentrarme a la cueva y correr el riesgo de perderme en ella. Parecía un mal plan, pero por lo menos era un plan. Así hice, por tanto; me adentré a la cueva, cuidando, sobre todo, de no separarme del muro del que me sostenía. Caminé, si mi sentido del tiempo no me falla, por cerca de cuatro horas. En aquel momento ya creía que nada había en la cueva y que había cometido el peor error de mi vida, y entonces vi, a través de la espesa niebla, una luz en el fondo que llamó mi atención por el peculiar tono amoratado que irradiaba más que emitía, sin embargo, acercarme a ella significaba separarme de la pared junto a la que había recorrido todo aquel trayecto. Tras meditarlo y llegar a lo conclusión de que lo más lógico sería acercarme, me separé de la pared para internarme a través de la niebla hasta el lugar de donde provenía la luz, pero, apenas había avanzado unos metros cuando noté como la niebla comenzaba a difuminarse y a ralear aquí y allá. Cuanta emoción sentí cuando pude por fin mirar a mi alrededor, aquella luz parecía cortar en seco la espesa nube; el fétido olor también había desaparecido y había sido remplazado por uno mucho más agradable. El olor que ahora percibía no era del todo natural, sin embargo, era mil veces mejor que el olor que provenía, no había duda, de la niebla. Era el olor del Jazmín, que perfumaba el aire dándole un color agradable. Mi vista también agradecía la ausencia de la niebla pues, libre de su grasiento tono amarillento podía ver con claridad que la luz que anteriormente había identificado como morada, era, en realidad, azul y esta provenía de una estructura con forma de capsula espacial posada sobre cuatro patas metálicas. Nunca en mi vida había visto una cosa similar.
    ―Alto ahí―me interrumpió una voz y yo casi grité de la emoción; estaba a salvo en casa―¡Dios mío!―exclamó―¿Vienes de la niebla?
    No respondí, me limité a asentir agitando mi cabeza.
    ―Ayuda―gritó―tenemos un superviviente.
    Dos guardias más salieron y me cargaron para llevarme dentro del complejo.
    ―¿Cómo llegaste a la niebla?―me preguntó uno de los guardias de aquel artefacto cuando estuvimos tras las puertas de la ciudadela.
    ―Quería saber qué había más allá, quería saber qué nos están ocultando, ¿Qué es esa nube que esta ahí fuera y por qué vivimos en cuevas?
    Ninguno respondió. Bajé mi vista y me encontré con mis manos.
    ―¿Cuál es nuestra historia?―interrogué levantando mis manos mutadas al tiempo que me sentaba sobre mi grasienta figura.
    ―Somos… somos humanos. Los que quedaron―respondió uno por fin.
    ―Durante mi expedición vi dos criaturas, ¿qué eran esas cosas?
    Intercambiaron una mirada entre ellos y se mantuvieron así un momento dudando sobre si responder mi interrogante.
    ―Son los que murieron. Los que mutaron con la niebla.
    Respondió aquel lejano ocho de febrero de 2236, y aun me parece escuchar su voz.
    Los que quedaron.
    Los que murieron.

    Los que mutaron…

martes, 2 de febrero de 2016

Cuadrúpeda sombra inhumana

Marge me mencionó por la mañana lo de la espalda de la niña.
    ―¿Qué es?―interrogué yo.
    ―Míralo tú mismo―dijo ella sosteniéndole levantada la camisa a la niña.
    La cara de mi esposa estaba llena de asombro y tenía una expresión afligida. Cuando miré hacia abajo, hacia la espalda de nuestra pequeña de cinco años, supe por qué. En el centro de su espalda tenía un par de orificios, con la separación de colmillos.
    ―¿Cómo te hiciste esto cariño?―pregunté a la niña.
    La niña se encogió de hombros y negó con la cabeza, más bien confundida que como ocultando algo, estaba sentada sobre el reposabrazos más preocupada por los dibujos animados de la televisión que por lo que pudiera tener en la espalda. Volví la vista hacia Marge y la interrogué con la mirada.
    ―No lo sé. No quería decírtelo, pero ya van cinco veces que veo aparecer esas cosas.
    ―¿Cinco? ¿Y dónde están las demás?
    ―Esa es la cuestión. Esas cosas desparecen por la noche justo cuando estoy a punto de bañarla para meterla en la cama. Llegué a creer que eso desaparece por el agua así que la bañé dos veces ayer por la tarde enjuagando con fuerza su espalda. Sin embargo, no desparecieron, esas cosas solo desaparecen por la noche y vuelven a aparecer por la mañana.
    ―¿Probaste a llevarla con el pediatra? Quizá…
    ―Lo intenté, pero el medico parecía incapaz de verlas, como si no existieran. Me recomendó descansar más y que no preocupara en exceso por la niña, que ella estaba bien. Más bien me pregunto si le daba de comer adecuadamente, que la niña estaba muy pálida. Le contesté que por supuesto, así que me recetó un suplemento alimenticio. Pero la verdad es que la niña no quiere comer últimamente, únicamente come el suplemento alimenticio que la obligo a tomar.
    No dije nada, en cambio, miré a mi hija, tan pequeña, tan hermosa, me hubiese gustado quedarme así toda la vida. Extendí una de mis manos para acariciarle los rizos de su cabello, la niña se volvió un segundo y me sonrió, aquella sonrisa, es precisamente aquella la que más me tortura. La sonrisa que recuerdo todos los días antes de acostarme, y la misma por la que me prometo sobrevivir. Aquella sonrisa, radiante…
    Levante la vista y le pregunte, estúpidamente, bromeando, a mi esposa. Nunca le hagas bromas a una mujer asustada:
    ―¿Y si la mordió un vampiro?
    Mi esposa retrocedió por un momento contemplando la idea, luego negó con la cabeza sin entender mi broma, súbitamente enfadada conmigo.
    ―Bueno, podría ser, si el vampiro que la mordió tuviera la boca del tamaño de tu antebrazo ¿Quieres tomártelo enserio por favor?
    ―Me lo estoy tomando enserio. Mira, para que no te preocupes voy a dormir con ella esta noche.
    La expresión se le iluminó y una sonrisa le apareció en el rostro.
    ―Y si de verdad es un vampiro, ¿qué vas a hacer?
    Me sorprendí de que me siguiera la broma y luego me reí junto con ella que se reía de mi expresión de asombro.
    Aquella fue mi mañana del veinte de enero de dos mil dieciséis, y la recuerdo como la última en la que sonreí de mi vida.

    Por la tarde de ese mismo día nos encontrábamos los tres sentados en la mesa cenando cuando la niña se puso repentinamente de pie y nos pidió permiso para salir a jugar al jardín.
    ―Cuándo termines tu cena―contestó Marge.
    ―Pero no tengo hambre―espetó la niña, y efectivamente así era, el plato todavía estaba casi lleno. Marge me dirigió una mirada a mí y yo me encogí de hombros.
    ―Está bien, sal a jugar―concedió mi esposa.
    ―Sííííí, gracias mamá―dijo la niña mientras le plantaba un beso en la mejilla.
    Se disponía a salir cuando tercié:
    ―Espera―cuando llegó hasta mí le levanté la camisa y noté que efectivamente los dos orificios habían desaparecido, intercambié una mirada sobre la mesa con Marge. La niña echo a correr en cuando le solté la camisa, pero la interrumpí antes de llegar a la puerta―¿Y para mí qué? ¿No hay beso para papá?
    La niña regresó con gesto de quien olvida algo importante y me plantó un beso en la mejilla.
    ―Gracias papá―me dijo, luego salió corriendo.
    Nos quedamos viéndola a través de la ventana de la cocina hasta que estuvo en el jardín trasero de la casa y se hubo sentado en el viejo columpio. Yo giré la cabeza hacia Marge que contemplaba su reloj de mano con aspecto clínico y que me espetó:
    ―No, no, mírala a ella.
    La niña seguía sentada en el columpio meciéndose y no noté nada raro en ello.
    ―¿Qué? ¿Qué hay de malo?―interrogué volviendo la cabeza una vez más. Marge me mando mirar de nuevo a la niña y así hice, mientras tanto ella mantenía la vista clavada en el reloj.
    ―Ya. Mira los setos a su alrededor.
    Me sorprendí, no por primera ni por última vez aquel día, cuando miré en la dirección que ella me señalaba y vi una sombra que se movía con gesto hábil entre las hojas. Tenía que ser un gato, pues solo eso explicaría aquella agilidad.
     ―¿Pero qué…?―exclamé cuando vi una sombra de un tamaño colosal caer desde las ramas altas del árbol que estaba justo encima del columpio hasta el seto que circundaba este mismo. Del susto me puse en pie al igual que mi esposa pues parecía ser esa la primera vez que veía aquella sombra inhumana. Me disponía a salir cuando mi esposa me detuvo y me dijo:
    ―Mira a la niña.
    La niña tenía la mirada fija en la tierra y parecía estar hablando consigo misma, aunque, tras ver el movimiento de los setos, uno diría que estaba hablando con la sombra. Me detuve a mirarla, pero solo hasta que vi el hilillo de baba que escapaba por la comisura de su boca, y la expresión muerta de su rostro.
    Cuando salí fui directamente a los setos y metí las manos en su espeso follaje sin importarme con lo que pudiera encontrarme. Nada había ahí sin embargo. Me volví hacia mi esposa que despertaba a la niña de su estado de enajenación y le dije:
    ―Aquí no hay nada.
    ―Llevo algún viendo aquella sombra en los arbustos, siempre a la misma hora. Pero creí que no era nada. Luego, un día, se le unió la niña y la vi hablar sola, cuando salí y busqué entre los arbustos tampoco había nada. Pero jamás había visto a la niña en este estado…
    ―¿Y por qué no me lo contaste?
    ―Creí que no era nada importante. Además, sí te lo dije, pero no insistí pues no le di importancia.
    ―¿Estás bien?―le pregunté a la niña que ya volvía en sí y que parecía ahora más confundida que nunca.
    ―¿Papá? ¿Mamá? ¿Qué pasa? Yo… Creo que no me siento muy bien.
    ―Tranquila cariño ya estoy aquí―le dijo Marge mientras la cargaba en su hombro con su espalda hacia mí. Le levanté la camiseta y vi los dos profundo agujeros que habían desaparecido antes mucho más profundos. Ahogué un grito con la palma de mi mano, y Margaret comprendió porque en cuanto estiró su cuello para poder ver su espalda: los dos agujeros sangraban, sangraban un líquido negro tan parecido por su nivel de viscosidad a baba…

    Aquel episodio quedó olvidado hasta la hora de irse a dormir cuando Marge me recordó mi promesa de dormir con la niña, así hice por supuesto, haciéndome un hueco en el sofá que estaba justo frente a la cama de la niña y en el que esta siempre arrojaba su ropa. No quería dormir aquella noche y lo único que podía hacer para entretenerme era pensar, así hice, pensé. Pensé en todo lo que había ocurrido aquel día y le di vueltas una y otra vez en mi cabeza a aquella sombra que había visto intentando encontrarle un sentido lógico, cosa que no ocurrió. Lo cierto es que me dormí cuando estaba pensando en ello. Recuerdo, y esto podría ser solo una fantasía nocturna mía, una figura enorme, peluda que caminaba a cuatro patas y por cuya boca asomaban una serie de colmillos asimétricos y en extremo filosos, saliendo del armario que estaba junto a mí, aquel ser era parecido a un perro solo que, con el tamaño de un búfalo, de su boca chorreaba un líquido negro en exceso parecido al que yo había visto esa tarde cayendo de la espalda de mi hija. Una especie de aura de color morado le rodeaba y de ella caían volutas de un polvo del mismo color.
     Aquel dantesco ser, asomado desde la puerta del armario, salió del mismo como si el tamaño de la puerta fuera el correcto para su gigantesco cuerpo, y se acercó a la cama de mi niña y… y…, le introdujo una especie de genitales bifurcados en la espalda agrandando los orificios que ya había dejado antes en su espalda…
    Un ruido me despertó entonces, un chillido y una risa. El chillido de horror era el de mi esposa, la carcajada era la de mi hija. Me puse en pie y me dirigí a la puerta, un tacto los pies me detuvo, era el tacto de la arena de la playa. Cuando prendí la luz vi que aquel polvo era morado y que había una mancha oscura en la ropa de cama…
    Salí de la habitación, con el corazón palpitando del horror y mi cerebro rogando por descanso, a punto de vomitar, cuando la vi al final del pasillo… Marge… mi Marge…, estaba muerta… había sido acuchillada y su cabeza… Vomité hasta mi primera papilla y, cuando extendí mi mano en dirección a Marge, escuché unos pasos tras de mí. Detrás de mí estaba mi hija, todavía conservaba los pantalones del pijama, pero tenía el torso completamente desnudo y manchado de sangre, la lana del pantalón también había recibido su sanguinolenta ración. Empuñaba un cuchillo rojo en una de sus manitas y en la otra arrastraba una peluca… O eso creí hasta que me la lanzó y vi que era el cuero cabelludo de Marge. Lo arrojé al suelo con absoluto horror y retrocedí ante el avance de mi hija. Me fijé entonces en sus ojos e impregné mi alma con horror absoluto: sus ojos eran totalmente rojos, y en su boca había una sonrisa insolente, teñida de rojo por la sangre de su madre…
    En mi retroceso tropecé con uno de los pies de Marge y caí al suelo llorando y gritando. Reptando como solo un hombre desesperado puede hacer me arrastré hasta el pie del ventanal del rellano del segundo piso, sintiendo, a medida que el espacio entre mi espalda y la pared se acortaba, mi acorralamiento. La niña caminaba insolentemente segura de sí misma. Se lanzó entonces con el cuchillo frente a sí y me lo clavó en el pecho justo del lado contrario al corazón.
    Hice, entonces, caballeros, una cosa impensable: asesiné a mi hija extendiendo una de mis manos hasta un florero con el que le sacudí la cabeza una vez, más que suficiente para molerle la cabeza.

    Esa es toda la verdad y todo lo que tengo que declarar ante la policía.

martes, 26 de enero de 2016

La voz de Za Guamthi

Sentí la mirada de su ojo, su único ojo, lasciva, ansiosa, penetrante, clavada en mi espalda. La sensación solo podía asemejarse con tener el cañón de una pistola cargada en la sien.
    No me volví, ni sonreí. Aquello no era bueno, no podía ser bueno.
    El ser ciclópeo cambio entonces de postura con un sonoro gorgoteo de la piel y pude apreciar con innecesaria exactitud las venas azuladas que circundaban su ojo ahí donde el aparato cónico que crecía en su cabeza ―o en lo que sospecho que era su cabeza― y que sobresalía de él como una antena terminaba. Dientes enormes y filosos crecían en el centro del triángulo rectángulo que describía el cuerpo de aquel ser conformado por alguna especie de baba verde viscosa, y un par de manazas terminadas en pinzas sobresalían de los costados de su cuerpo, alargándose y contrayéndose según la dirección del viento. Un par de piernas, más similares a ramas de árboles ancladas al asfalto que a piernas mismas, caían desde solo unos centímetros más debajo de donde comenzaban las manazas. El ser, líquido, viscoso, ¿bituminoso?, expedía un hedor que era inconfundible; era el desagradable olor de la gasolina combinado con el del humo, aquel era el olor de la muerte segura.
    Sin embargo, no fue hasta que le tuve casi enfrente, mi cuerpo enteramente petrificado por el horror y la repulsión, que pude ver debajo del líquido viscoso y vi una especie de piel calcinada. Negra como el carbón. Negra como la noche.
    El ser extendió una de sus manazas y casi pude sentir el tacto repulsivo de la gelatina de su piel sobre mi mejilla cuando la parte dura de la tenaza me acarició bajo el pómulo de mi lado izquierdo. Con presteza hui, en cuanto sentí el frio en mi mejilla y en cuanto olí por primera vez su aliento podrido y contaminado, en dirección a la tienda de autoservicio, resbalando, durante el trayecto, debido al viscoso rastro que el ser había dejado tras de sí y entre ahí rompiendo los cristales con mi cuerpo y la fuerza de un salto desesperado en dirección al interior. Me arrastré por el suelo, más nadando que reptando por él y me oculté detrás del mostrador esperando que aquel ser de pesadilla abandonara su empresa de perseguirme para darme fin. Agazapado, solo en la oscuridad, vi mi vida pasar delante de mí, y me repugné a mí mismo, criminal, fugitivo, dotador de…, y entonces un ojo ciclópeo y enrojecido apareció frente a mí como caído desde el techo y es que efectivamente, así era, el ser, ahora libre de formas geométricas y complicadas líneas inexplicables, colgaba del techo gelatinoso. Una gota del líquido que recubría su carne me cayó entonces en la comisura de la boca, y yo pude sentir mi piel calcinándose y casi pude verla ennegreciéndose bajo el caliente beso de aquella repugnante sustancia. Y sentí, aunque limpie con suma prolijidad la zona, un sabor espeso en la boca, como si aquella sustancia hubiera logrado acoplarse a mi mejilla introduciéndose por los poros de la piel y hubiera llegado hasta mi lengua. Entonces hui, loco, despavorido, sin raciocinio por la puerta de la tienda de autoservicio gritando desaforadamente cosas sin sentido y escuché, a mi espalda, al ser cayendo del techo pesadamente con el ruido de un barril de agua al estrellarse contra el mostrador. Un chillido, aquello era una agonía auditiva, apareció entonces tras de mí, más como un súbito, furtivo fantasma, que como una aparición lenta y gradual. El ser se retorcía en suelo pues, al parecer, su carne negra se había estrellado contra el suelo y aquello le había resultado doloroso.
    Yo sabía, aunque no quería hacerlo ―aquella era mi mejor creación― lo que tenía que hacer, pues fue, exactamente por esa razón, que escogí aquel lugar para invocarlo, por si la situación se torcía y el ser lograba escapar de su prisión subacuática.
    Ahora sabía lo que tenía que hacer, así que detuve mí carrera no convertida aún en persecución pues el ser no estaba aún en pie y me paré en el centro y comencé a patear en una y otra dirección expandiendo su líquido, los barriles llenos con gasolina que yo había dispuesto con antelación en aquel lugar, ignorando, ya no me afectaban, después de lo que había visto nada me afectaba, los cadáveres de los empleados de la tienda que el ser, en su huida, había dejado como prueba de su existencia física, e ignorando mis perneras súbitamente húmedas con la gasolina; no me importaba perderlas si con ello conseguía deshacerme de aquel ser. Amenacé, entonces, al ser que acercaba a retumbos desde la tienda de autoservicio cuyo sótano había sido el lugar de invocación de aquel ser primigenio, extendiendo la mano en la que llevaba el encendedor. Su rostro no mostraba duda, no era humano, sin embargo, pude leer la vacilación cuando detuvo sus pasos repentinamente cesando los retumbos de mis oídos, que yo hasta entonces creía, eran los latidos de mi corazón. El ser comenzó entonces a emitir guturales con alguna especie de aparato fonético que se retorcía caprichosamente bajo el líquido viscoso, visible sobre la piel negra, que supongo, esperaba que comprendiera. No comprendí entonces, y, aún ahora, no quiero comprender que fue lo que aquel ser intentó decirme, sin embargo, el recuerdo de aquel día de pesadilla aún me acosa y aún, cuando cierro los ojos y me quedo dormido puedo escuchar claramente la horrida letanía que emergía de su aparato fonético, la transcribiré, si es que sirve de algo, lo mejor que pueda pues, ni siquiera escuchándome imitarlo, te harías una idea de cómo sonaba aquel ruido cavernoso:
    «Za GuaMthi tise HsiRlá»
    O eso es lo mejor que puedo intentar transcribirlo a pesar de haberlo escuchado ya, miles de veces en mis pesadillas una y otra vez como un bucle infinito. Si te soy sincero no quiero conocer su significado pues temo el mismo. Temo y temeré hasta que no sepa que a aquella criatura que invoqué en un laboratorio improvisado está muerta, porque, aunque la vi quemarse y arder cuando me esforzaba por comprender aquella extraña conjunción lingüística, y el encendedor resbaló de mi torpe mano, la vi también, huir deslizándose por los huecos de una coladera sucia y oscura, llevándose consigo los cadáveres de los empleados que había asesinado.
    Nunca se encontraron los cuerpos de los empleados muertos y la policía catalogó aquel suceso como un accidente pues el incendio que yo había comenzado devoró el edificio e hizo explotar los abastecedores de combustible, ocultando, con pulcritud milimétrica, hasta el último rastro de mi crimen.
    Cierto día, y de esto no hace tanto tiempo, me paseaba yo, cojeando con mi bastón pues el incendio me había dejado malheridas las piernas y desde entonces me veía en la necesidad de utilizar bastón, por el parque, cuando un sonido y un terrible y pestilente hedor llamaron mi atención. El hedor era el mismo que había detectado yo con anterioridad salir expelido de la criatura, y el sonido…, el sonido aún me llena con horror, y, no me avergüenzo de decirlo, aun tiemblo al escucharlo en mi mente algún tiempo después de ello. Como sea, fue cuando miré abajo y vi que estaba parado junto a una coladera que di un respingo pues escuché, no por primera vez, el gutural sonido que salía de las cloacas con la certeza esta vez, de saber que quería decirme aquel ser:
    «La muerte se acerca», decía el ser con su cavernosa voz y su peculiar fonética.

    «La muerte se acerca», repitió, y luego se desvaneció en las sombras.